Seychelles en tienda de campaña

Llegamos a Seychelles, procedentes de Comoras, tras una escala larga en Addis Adeba, que por cortesía de Ethiopian Airlines, nos obsequian con una noche de hotel con pensión completa, para llegar más descansados a un destino cuya imagen exterior es de puro descanso. Nunca entendí eso de utilizar las vacaciones para descansar tumbados a la sopa boba, así que, si algo teníamos claro, es que nuestro viaje a Seychelles no iba a entrar en los cánones de su Ministerio de Turismo. Nuestro avión coquetea con la línea del Ecuador mientras el color azul del océano va ganando tonalidades turquesas antes de aterrizar en la isla de Mahe, la mayor de este archipiélago de 115 islas (solo 33 habitadas) y con una población total que no llega a las 100.000 personas. Descubiertas por portugueses, colonizadas primero por franceses y después por ingleses -tras perderlas los primeros en las guerras napoleónicas-, consiguieron su independencia en 1976, aunque manteniendo muchos sellos británicos como la pertenencia a la Commonwealth, la estatua de la reina Victoria, esa que da nombre a la capital de este pequeño país y el escaso gusto culinario. Seychelles fue productor de canela y su pasado especiero todavía puede verse en alguna de las mansiones coloniales de la época. Hoy en día Seychelles, como paraíso fiscal que es, ofrece interesantes alternativas para el turismo de lujo, desde hoteles con encanto, cómodos áticos por 2 millones de dólares y mansiones en islas lejanas para aquellos que buscan la tranquilidad más absoluta. Tras un pequeño screening en el aeropuerto distinguimos dos grupos de personas: la gente que viene a trabajar aquí, en su mayoría población india, y los que vienen a disfrutar, en su mayoría parejas europeas de recién casados o matrimonios en sus sesenta con maletas de cuero de sello italiano.

Seychelles impone una condición simple para emitir su visado, disponer de una reserva hotelera, es decir, estar dispuesto a gastarse la friolera de dos meses de trabajo en alquilar un colchón allí durante una semana. Afortunadamente solventamos este asunto con ingenio y una vez libres con nuestro vehículo de alquiler y nuestra tienda de campaña formaremos parte de ese exclusivo grupo de gente que viaja con presupuesto bajo en este país.

Victoria, capital de la isla de Mahe y del país

Lo primero que nos sorprende de Seychelles es su exuberancia de plantas y de bloques de granito que florecen entre la vegetación de las montañas y también en la propia arena de la playa. Paramos aquí y allá y vamos catando sus calas de aguas transparentes y limpias de plásticos rodeados de palmeras y mangles. En Ansé d’Illot y Beau Vallon recordamos con nostalgia Comoras, qué diferente podría ser su vida si organizaran y gestionasen las cosas de una forma distinta…

El omnipresente granito se levanta imponente sobre el Índico en Seychelles
Ansé d’Illot, Mahe
Mercado del pescado de Victoria, capital de Seychelles

A la mañana siguiente tomamos un ferry rápido para conocer la isla de La Digue, que alberga alguna de las playas más bellas que hemos conocido. A diferencia de  la isla de Mahe, en La Digue no hay vehículos de combustión, y la población se mueve al ritmo de las bicicletas entre casas de ensueño pintadas de colores, jardines que parecen en una eterna primavera y aguas de color turquesa absoluto. La Digue es belleza en sí misma. Habíamos escuchado que en esta isla existe una playa denominada Ansé Marron, únicamente conocida por los locales que, a cambio de sus servicios de guía, te acercan a la que para nosotros ha sido la playa que más nos ha fascinado de cuantas hemos visitado. Llegar a ella no es  nada fácil y un sinfín de caminos que no  conducen a ninguna parte hacen que tengamos que ir y volver hasta que nos damos cuenta de que, para orientarse entre la maraña de palmeras y bloques de granito, los guías han dejado cáscaras de coco en posiciones estratégicas. Descubierto el truco avanzamos de una manera más eficiente hasta llegar a la misma tras una hora y media de sudor y dudas de si finalmente alcanzaríamos el objetivo ansiado.

Marea baja en La Digue
Anse Marron, una de las playas más bellas que conocemos, isla de La Digue
Los bloques de granito y las aguas transparentes son la etiqueta de las playas de Seychelles

Los bloques de granito anaranjado contrastan con la arena blanca y fina del coral, con el verde de la hierba que crece libre hasta la misma playa y con el azul batido por las olas. Ansé Marron podría ser la bandera de estas islas. Sus hermanas Grand Ansé, Petite Ansé y Ansé Cocos no desmerecen en absoluto y compartimos parte de la tarde disfrutándolas. Cuando va atardeciendo nos cuesta decidir en cuál acamparemos esta noche. Finalmente nos decantamos por la apartada Ansé Caiman y es que la acampada está más que prohibida en estas islas y no nos queremos pasar de listos.

Bea en Anse Cocos, isla de La Digue
Buscando un buen sitio donde acampar en La Digue, Seychelles
Amaneciendo en Anse Cayman

A la mañana siguiente nos despertamos temprano y con energía para subir al techo de esta isla, el Nido de Águilas, con excelentes vistas panorámicas. En la subida vemos varias tortugas gigantes de Seychelles que las tienen en una casa como si fuesen animales de compañía.  Todo transcurre tranquilo, incluso la posibilidad de tener que aguantar ladridos de perros se cambia por unas amables tortugas centenarias. Bajamos de la cima para darnos un baño en Ansé Source d’Argent, la que ha encabezado varias veces el ranking de las playas más bonitas del mundo. Hay que pagar una entrada de unos 10 euros, esquivable como hago, nadando desde otra playa cercana. Sinceramente, creo que cualquier playa de esta isla la supera en belleza y sin necesidad de peajes. Lo bueno de ese título es que aglutina a la mayor parte de los visitantes de la isla en lugar de repartirlos por el resto de las playas.

Vistas desde el Nido de Águilas en La Digue
Tortugas terrestres de Seychelles, isla de La Digue

Lo que ha transcurrido con tranquilidad y alegría se tuerce un poco al volver en el ferry. La mar está gruesa y la mayoría del pasaje vomita y re-vomita. El cielo tampoco parece ya del paraíso y un frente nuboso se aproxima. Bea se marea mucho y se queda tan tensa agarrada al asiento que acumulará agujetas durante los próximos días, algo que no le ocurre ni ascendiendo 2.000 metros de desnivel. En esos momentos, me promete que no se volverá a subir a un barco, algo que espero se le olvide pronto. Hablando de barcos, Seychelles es uno de los puertos más importantes en la pesca del atún y más de una docena de enormes atuneros españoles, en su mayoría vascos y gallegos se protegen en puerto. Charlando con el director comercial de la empresa que los gestiona nos cuenta algunos detalles tras preguntarnos si no somos periodistas. Cada barco pesca las 9.000, sí, nueve mil toneladas de cuota que tienen al año. La tripulación de 44 personas de cada barco se renueva cada cuatro meses (cuatro meses en el barco y cuatro meses en casa), 4 de los cuales pertenecen a la empresa Seguridad Ibérica, que se encargan de proteger a la tripulación y al barco de los ataques de piratas. Se pesca tres tipos de atunes con la técnica del cerco con redes inmensas, tan inmensas que cada red cuesta aproximadamente un millón de euros. La descarga y pesaje del atún se hace en el puerto de Seychelles y nos asegura que las descargas de pescado en alta mar para esquivar las cuotas están totalmente prohibidas y las multas son tan grandes que pueden destrozar a la propia empresa. El atún una vez pescado se almacena entero generalmente en salmuera (una técnica que lo deja pastoso después) o ultracongelado por aire a -60ºC (una técnica destinada únicamente a atunes de gama alta porque los barcos tienen menor capacidad de almacenaje con esta técnica). Con la parte oscura del atún se hacen harinas, con la cabeza del atún se hacen cremas y con la piel se hacen hasta tejidos. Esta es la historia del pez más pescado del mundo, unos 5.5 millones de toneladas al año, grosso modo, y la antesala de una extinción que disfrutamos en cada ensalada.

Una vez de vuelta en la isla de Mahe dedicamos los siguientes cuatro días a conocer otros de sus encantos, cuando la meteorología nos lo va permitiendo. Las estribaciones de un monzón potente en Asia llegan hasta aquí en forma de chubascos y oleaje fuerte en la mitad de la isla. Incluso los propios atuneros, acostumbrados a las vicisitudes de un entorno hostil se sorprenden del estado del mar. De estos últimos días, me quedaría con la playa de Takamaka y su piscina natural esculpida por el mar en la propia roca, las tranquilísimas bahías de Launay y Ternay y el choque cultural con la población india de la capital, una introducción a lo que vendrá en nuestro siguiente país. Después de haber recorrido estas dos preciosas islas de Seychelles podemos decir que, sin duda, es un paraíso soñado para muchos por la belleza y la tranquilidad de sus playas, pero no el paraíso en el que nos gustaría vivir. Quizá el paraíso no exista para los viajeros y sea su búsqueda una de las motivaciones del viajar.

Agua lechosa en la playa de Takamaka, isla de Mahe
Atardecer desde Beau Vallon, isla de Mahe
Atardecer en Anse d’Illot, isla Mahe

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