La leyenda cuenta que Marco Polo recorrió la Ruta de la Seda y Asia Central hasta China, en el siglo XIII, en compañía de su padre y hermano, comerciantes venecianos, quedándose finalmente 23 años al servicio del emperador de Mongolia y China. Los relatos de sus viajes, escritos durante su tiempo en prisión por el escritor Rustichello de Pisa, inspiraron a grandes exploradores como Cristóbal Colón, que conservaba las hazañas de Marco Polo en su mesilla de noche.
Tenía un cierto delito que, con un blog inspirado en el nombre de este personaje, todavía no hubiésemos recorrido la ruta que le dio la fama. Por esta razón, el ferry de carga que tomamos en Azerbaiyán para cruzar el Mar Caspio hasta Aktau, en Kazajistán, tiene el objetivo de adentrarnos en la Ruta de la Seda, de lo que hoy es Uzbekistán. Si bien es cierto que la Ruta de la Seda continuaba también por Turkmenistán e Irán, estos dos últimos países los dejamos de lado en esta ocasión (el primero por su cerrazón de visados y el segundo, porque al haber visitado Israel, un país con el que Irán prefiere no tener relaciones, no nos dejan acceder).
Cuando llegamos al puerto de Aktau, esperamos 8 horas a que los conductores que se ofrecieron a llevarnos gratis hasta bien entrado Uzbekistán desbloqueen los papeles de las aduanas. Después de dos días de espera en el puerto de Azerbaiyán y un día de travesía en el barco, este “pequeño” añadido es pan comido. En seguida nos damos cuenta de que no llevan camiones sino furgonetas, mucho más cómodas y rápidas que los primeros. De esta forma, atravesamos rápidamente el tramo de desierto kazajo de 700km -extremadamente monótono y aburrido- hasta la frontera uzbeka, a la que llegamos a media noche. Mientras nosotros pasamos un rápido trámite en la frontera y acampamos en los alrededores de un restaurante, los conductores se pasarán toda la noche negociando con la policía corrupta hasta conseguir pasar.

Con Andrea de Italia, los suizos Iván y Evelín y nuestros amigos uzbekos que nos llevaron 1000km
Un nuevo tramo de carretera con los mismos conductores nos dejará en Kungrad, desde donde pretendemos dirigirnos a la extinta costa del Mar de Aral. Un par de camioneros nos harán el favor de llevarnos a nosotros dos y al italiano Andrea a Muynaq, a última hora de la tarde, con suficiente luz para buscar un lugar decente donde acampar. El Mar de Aral sufrió en sus aguas uno de los desastres ambientales más bestiales de la historia, al desviar Stalin el curso de los dos ríos principales: Abu Daria y Sir Daria, que lo alimentaban con aguas de la lejana cordillera del Pamir. El objetivo de este trasvase era convertir a la Unión Soviética en el mayor productor mundial de algodón, algo que se consiguió, al mismo tiempo que secó el que era el cuarto mayor lago del planeta y de cuya pesca vivían más de 10.000 personas. Su superficie de 68.000 km2 en 1960, ahora apenas ocupa 7.000 km2 de un agua que ha multiplicado por 10 su salinidad. Los pueblos que antes vivían de la pesca han visto cómo ahora la costa se encuentra a más de 100 km, dejando estampas tan desoladoras como la del puerto de Muynaq, con barcos que ahora solo faenan en un mar de arena. Por otra parte, ese desierto de arena que ha dejado el mar al retirarse genera tormentas de arena salada muy frecuentemente, perjudicando a la calidad del suelo de los alrededores. Cuando llegamos a Muynaq nos sorprende que la mayor parte de los edificios estén reconstruyéndose al mismo tiempo. Los vecinos nos indican que se trata del resurgir de esta ciudad, a la que los políticos soviéticos dejaron de lado.

Mar de Aral en Muynaq

Puerto de Muynaq, ahora el agua se encuentra a más de 100km

Cotidianeidad en Muynaq

Niñas camino de la escuela en Muynaq durante una tormenta de arena
Tras este lapsus en Muynaq, volvemos a la Ruta de la Seda hasta llegar a Khiva, una de las tres ciudades que conforman el eje principal uzbeko: Khiva, Bujara y Samarcanda. Fue en estas ciudades-oasis donde las caravanas de camellos que transportaban la seda y las especias hacían sus descansos en la travesía del desierto. Esto trajo una gran prosperidad que permitió que además se construyeran madrasas donde enseñar con un alto nivel el Corán, medicina, astronomía y leyes.
La Khiva antigua se recoge en el interior de una muralla de ladrillos y adobe tan erosionados por la acción de los medios que parecen de barro. Nada más acceder, tras sus muros nos encontramos con una ciudad muy interesante de callejuelas, mezquitas y madrasas de los siglos XIV al XVI, donde los artesanos todavía hoy se ganan la vida tallando la madera y tejiendo alfombras de seda como hace 500 años. Las cúpulas y torres lucen cerámicas brillantes que compiten en azul con el cielo.

Souvenirs en Khiva

Retratos de Asia

Oro en Khiva

Atardecer en Khiva

Niñas en Khiva
Desde Khiva sacamos nuestro dedo pulgar a relucir de nuevo para completar los 450 km que separan esta ciudad con Bujara. Tras casi 3 horas esperando en la cuneta con temperaturas, ¡que ese día llegan a los 43ºC! -solo habíamos hecho autostop con más calor en Sudán a 44ºC-, un policía se apiada de nosotros y nos hace el favor de llevarnos al destino. En Bujara nos quedamos en un antiguo “caravansaray” o, lo que es lo mismo, una antigua posta de caravanas de camellos, que hoy es un centro de artesanía. Jazmik, un simpatiquísimo uzbeko, permite dormir gratis a todo el que se acerque por allí, creando un ambiente magnífico de hospitalidad hacia los viajeros. Las temperaturas máximas en Bujara no bajan de los 42-43ºC, así que aprovechamos los amaneceres y atardeceres para turistear y las horas de infierno para reposar a la sombra de las moreras, como un día hicieran los camelleros. Bujara nos sorprende por su belleza y por el hecho de que las zonas turísticas estén integradas con el día a día de la gente del lugar. Toda ciudad en la que no se puedan comprar tomates o huevos deja de ser ciudad para convertirse en un parque temático, algo en lo que están incurriendo numerosos lugares.
La siguiente parada la hacemos en Samarcanda, a la que llegamos tras otra larga sesión de autostop con un chico uzbeko que nos invita a comer en un restaurante y con un camionero turco que nos invita a sandía. Ya en Samarcanda, damos con el aparcamiento del teatro, donde la policía se encarga de vigilar nuestros sueños por la noche en lugar de echarnos de malas maneras. Sin duda, se trata de uno de los mejores “campings” urbanos que hemos conseguido encontrar nunca, ya que encima nos guardan las mochilas durante el día y cargan el teléfono en el mismo teatro. De las tres ciudades, Samarcanda nos parece la ciudad más transformada y la menos tradicional, aunque quizá sea la más famosa. Muchas de sus madrasas y mausoleos han sido reconstruidas con bastante creatividad, algo que resta muchísima autenticidad a su visita una vez se sabe esto. Sea como fuere, la plaza del Registán, con sus tres madrasas, es alucinante al atardecer. En Samarcanda conocemos a Alejandro, un chico madrileño que se encarga de gestionar a grupos de turistas por medio mundo. Le faltó tiempo para decirnos que al día siguiente fuésemos con él y los veintitantos jubilados españoles en su autobús a Taskent, la capital de Uzbekistán; una oferta que no pudimos rechazar, menos aún porque ese día coincidía con mi cumpleaños…

Registán de Samarcanda al atardecer
Recién llegados a Taskent nos dirigimos a la embajada de Tayikistán, con la intención de conseguir el visado. Cuando nos lo estampan en el pasaporte le indicamos al funcionario que ese día coincide con mi cumpleaños. Con una sonrisa nos dice que solo paguemos uno de ellos ¡un regalo de nada menos que 52 dólares! -Eso sí que es un “welcome to Tayikistan” de verdad. El resto de nuestro tiempo en la capital lo empleamos en conocer el mercado y en descansar, algo que a estas alturas en este país necesitamos de veras, y es que tanto calor agota a cualquiera.
Nuestra última etapa en Uzbekistán la dedicamos a conocer el valle de Fergana, una zona rural y agrícola sin ningún atractivo turístico que invite a priori a recorrer los casi 300 km desde la capital. Es esa falta de atractivo turístico, precisamente, la que mantiene esta zona con un espíritu puro, que hace que viajar por allí sea una auténtica gozada. Nuestros amigo uzbeko, Bacha, aquel que se ofreció a llevarnos en su furgoneta durante 1000 km, nos dijo que, si íbamos por este valle, nos quedásemos en su casa, algo a lo que les tomamos la palabra nosotros y los chicos suizos Iván y Evelín, con los que también coincidimos allí. Su recibimiento es sinceramente espectacular. Después de conocer a su encantadora familia y amigos, los cuales nos tratan como si fuésemos realmente parte de su familia, nos dicen que al día siguiente no hagamos planes porque tenemos que asistir a la boda de un primo suyo, oportunidad que no perdemos. Lo que no sabíamos es que la boda empezaba a las 6 de la mañana, con el almuerzo más madrugador que hemos conocido. Mujeres por un lado y hombres por otro, en casa de los padres del novio, vamos atacando con un hambre incipiente a esas horas los platos de plof -el plato nacional de estas repúblicas soviéticas, consistente en arroz con carne y verduras-, acompañado de sopa caliente. Tras este almuerzo, los invitados nos disipamos hasta después de unas horas, cuando nos volveremos a juntar en un salón de bodas, de los de verdad. Entre comida, bailes y música uzbeka completamos una jornada de lo más interesante y cultural.
Cuando nos despedimos de Bacha y su familia sentimos que, independientemente del número de despedidas de tanta gente que hemos ido conociendo, todavía no estamos preparados para estos momentos. Con dolor de corazón dejamos este país, el cual nos ha mostrado un nivel de hospitalidad y generosidad exagerado. Seguramente, si algo hizo que Marco Polo se quedase 23 años en Asia Central, fue el comportamiento tan bello de sus gentes.

Con la familia de Bacha y los suizos Iván y Evelíb en su casa de Kokand