Hay lugares que no existen. Es esa inexistencia la que hace tan interesante su conocimiento.
La República de Artsaj, también conocida como Nagorno Karabaj o Alto Karabaj, tiene todos los componentes para ser un país: un gobierno propio totalmente autónomo, una frontera, una bandera, la necesidad de un visado para acceder allí y una identidad nacional. Sin embargo, las Naciones Unidas la consideran una parte de Azerbaiyán, la cual, por cierto, ningún ciudadano del resto de Azerbaiyán está autorizado a visitar. Solo otros “países inexistentes” -con nombre de elemento químico-: Abjasia, Osetia del Sur y Transnitria, reconocen a Artsaj como país.
Para entender la existencia de Artsaj hay que retroceder a la etapa soviética. Este territorio había sido tradicionalmente el hogar de armenios durante los últimos milenios, los cuales, en 1923 representaban el 94% de su población. Una joven Unión Soviética, pese a la clara etnografía del lugar -mucho más afín a Armenia-, asignó lo que hoy es Artsaj a la República Socialista Soviética de Azerbaiyán. Este último, sin embargo, era un territorio tradicionalmente poblado por musulmanes, con una buena relación con Turquía. Para colmo, Turquía había perpetrado el genocidio contra los armenios muy pocos años antes. Los motivos de esta decisión tan extraña de ceder el territorio a Azerbaiyán, la cual fue supervisada directamente por el mismísimo Stalin, todavía hoy dan lugar a muchas elucubraciones. El lío estaba montado.
Con la caída de la Unión Soviética, “el río estaba revuelto” y, ambos, armenios y azeríes elevaron la tensión con enfrentamientos sangrientos. En 1988 el Parlamento local votó a favor de la unión con Armenia, decisión que motivó la persecución y asesinato de armenios por parte de Azerbaiyán y, también, que la mayoría armenia votase masivamente la creación de la República de Artsaj. La escalada de violencia derivó en una guerra de liberación, que acabó con el alto el fuego en 1994, cuando los armenios controlaban Artsaj, así como un 14% del territorio de Azerbaiyán. Pese al alto el fuego, la tensión entre Artsaj y Azerbaiyán sigue siendo hoy motivo de enfrentamientos focalizados en la frontera. Además, en Azerbaiyán no permiten el acceso a nadie que indique que ha visitado este país y, a su vez, en Armenia pueden poner problemas en la frontera si ven el sello de Azerbaiyán estampado en el pasaporte.
Para acceder a Artsaj lo hacemos desde el puesto fronterizo armenio cercano a Goris, donde la bandera armenia y la de este territorio parecen idénticas cuando el viento no muestra el pequeño ribete blanco que las diferencia. Tras rellenar un formulario y esperar un rato nos entregan el visado en un papel aparte para evitarnos problemas futuros cuando entremos a Azerbaiyán.

Frontera de Artsaj, las dos banderas (Armenia, izquierda y Artsaj, derecha)

Visado de Artsaj
La carretera principal del país, aquella que conecta Yereván, capital de Armenia, con Stepanakert, capital de Artsaj, es una vía estrecha que serpentea entre colinas basálticas y bosques tupidos sin apenas población. Un tanque de la guerra nos da la bienvenida a la capital, donde visitamos el monumento más famoso, conocido como “Nosotros somos nuestras montañas”, un tributo a los ancianos. Además de este monumento y el mercado, callejear por las calles de Stepanakert deja un regusto a barrio obrero de los años 60, donde el colorido lo ponen las ropas que tienden de edificio a edificio en las calles. Un buen puñado de columnas de hormigón y amasijos metálicos recuerdan que hace 25 años llovían bombas en este lugar. Sin embargo, la mayor parte de la ciudad ha sido meticulosamente reconstruida y para ver más vestigios del conflicto será conveniente dirigirse a la cercana localidad de Shushi.

«Nosotros somos nuestras montañas», monumento más simbólico de Artsaj

Imagen típica en la capital de Artsaj, Stepanakert

Barbacoas colgantes en las ventanas, lo nunca visto!
Desde Stepanakert tomamos una “martshutka” (furgoneta cargada de gente como si de animales se tratase) hasta Vank, donde una cuesta infernal de asfalto nos separa del monasterio de Gandzasar, una joya del medievo y un orgullo del pueblo armenio. Charlamos con el superior del monasterio preguntándole por las peculiaridades de este país. – No es un país. Nuestra gente es armenia, nuestra lengua es armenia y nuestra moneda es armenia: somos Armenia, nos contesta. Su discurso coincide con el del resto de personas con las que conseguimos articular una conversación, ya que el inglés es un bien escaso en estas montañas. Remoloneamos un poco en el monasterio hasta que se marchan los últimos visitantes, aprovechando a montar la tienda de campaña en el mismo aparcamiento.

La guerra está reciente, imagen de los caídos en el pueblecito de Vank

Valla hecha con las placas de los coches de Azerbaiyán previas a su liberación en Vank

Monasterio de Gandzasar
A la mañana siguiente desandamos camino hasta Shushi, una de las zonas más azotadas por la guerra. Mientras callejeamos entre edificios bombardeados por el fuego de los tanques y morteros y con regueros del fuego de las ametralladoras de hace 25 años, una mujer nos observa desde la ventana de un edificio reventado. Instantes después, esta mujer, Erenora, nos invita a subir a su casa a tomar el té. La caja de las escaleras recuerda a cualquier película de guerra, con agujeros en las paredes y ningún resto del suelo original. Las ventanas del edificio son plásticos de invernadero clavados con puntas. Resulta muy excitante y a la vez muy triste ir mirando cada rincón del lugar, mucho más cuando nos abre la puerta de su apartamento. El salón y una habitación han sido rehabilitados, mientras que la cocina y el baño conservan un estado decadente que podría servir como escenario para cualquier película de francotiradores. Con nuestro nulo nivel de ruso y su nulo nivel de inglés, acabamos manteniendo una conversación en la que nos enteramos de que su marido falleció en la guerra. Una pregunta que es mejor no hacer cuando se visitan estos escenarios. Tras el té nos acompaña a recorrer otros lugares del pueblo, donde todo parece indicar que se hizo una gran limpieza étnica de musulmanes ya que el barrio musulmán en su conjunto fue destruido y abandonado. Resulta, cuanto menos curioso, que estén reconstruyendo en la actualidad sus mezquitas de hace varios siglos como atractivo turístico del lugar.

Con Erenora en su casa de Shushi

Intentando pasar página a la guerra

Edificios destruidos en la guerra
Desde Sushi salimos a la carretera principal para hacer autostop, donde el único vehículo que pasa en media hora sigue de largo. Volvemos la cabeza y nos damos cuenta de que está echando marcha atrás para llevarnos hasta la frontera armenia. Cuando nos despedimos del conductor, al darme la mano me la aprieta con un par de billetes de dinero. Así nos despedimos de este lugar tan extraño, que es Artsaj, un país que para nosotros ahora sí que existe en los mapas.