«Cuando crezca, iré allí», se cuenta que dijo el autor del Corazón de las Tinieblas, Joseph Conrad, de niño, señalando África en el mapamundi. Para algunos, desde pequeños, el concepto África representa la pureza: vida en contacto pleno con la naturaleza, instintos salvajes y animales, sabor y color, y altas dosis de riesgo. Vivir en el mundo rural africano no dista tanto del alpinismo.
Marcados por nuestro viaje trotamundos en Uganda y Ruanda, medio año después, y acompañados por mis hermanos Javier e Irene (nuestra fotógrafa oficial) nos propusimos conocer Senegal, la que suele ser la primera parada de los que pretenden conocer este continente por libre, y por muchas razones. Al disponer de solo diez días planeamos un recorrido circular con un mapa de carreteras, el que será nuestra única guía de viaje. Senegal no dispone de la espectacularidad de paisajes de otros destinos africanos, ni de la vida salvaje de los documentales del National Geographic, ni de selvas impenetrables. Su grandeza reside en el contacto y generosidad de sus gentes. Por ello, lo ideal es dejar el viaje totalmente abierto a lo que vaya surgiendo.
La compañía Niokolo Transports (supuestamente la mejor compañía, aunque también la más cara) recorre varias veces por semana y de noche el trayecto entre Dakar y Kedougou (11.000CFA), en la frontera con Guinea Conakri. El trayecto lo hacemos en 17 horas con un divertido reventón en la rueda trasera mientras adelantamos a un trailer cargado de cabras y bombonas de butano. Por pundonor, el conductor acabó el adelantamiento y se retiró en la cuneta mientras todos los presentes salimos a un descampado, bajo un cielo estrellado a eso de las 2 de la mañana. En Kedougou compramos comida y gas (disponen de bombonas para Camping Gas y roscadas para Jet-Boil y MCR en la tienda pegada a la parada de Niokolo Bus) y negociamos un taxi que nos llevase a Dindifelo (de la tribu Peul). En general, los precios que pagamos en Senegal son iguales a los que pagan los locales, algo muy de agradecer y que no ocurre en la mayoría de países. A Dindifelo llegamos con una manta de calor de 40ºC, que mezclada con el sueño y dolor de piernas de la sentada del autobús, hace que decidamos darnos un baño en su cascada (a 20 minutos a pie). Es sábado y unos cien niños del pueblo y de los pueblos cercanos toman el sol y se bañan en la refrescante cascada mientras sus madres lavan la ropa aguas abajo. El agua cae con un salto de unos 100 metros por una esculpida roca basáltica, que daría para abrir una impresionante vía de escalada. Un lugar muy especial y en el que merece la pena parar.
Nuestra idea de acampar en la base de la cascada se descarta porque no hay un metro liso y además porque en la zona viven chimpancés y está protegida. Dormimos en el Africa Cascade de Dindifelo por unos 5 euros al cambio, un hotelito cómodo y tranquilo de cabañas en el centro del pueblo. Cuando baja el sol caminamos al cercano pueblo de Boussoura. Nos acercamos a hablar con una pareja ya anciana, que pela cacahuetes en el suelo. Para romper el hielo saco una moneda y señalo los cacahuetes. Nos dan un puñado al tiempo que se levantan y nos indican que les acompañemos a su preciosa casa de barro y paja. El hombre prepara fuego para invitarnos al té y abre la mejor papaya que tienen. Mientras, su mujer prepara una pasta de maíz similar al couscous para homenajear a los recién llegados. En realidad, es muy difícil hablar con ellos por el idioma, pero la comunicación entre nosotros sobra. En seguida llegan varios chicos de unos veinte años que hablan bien español. Y es que en los colegios aprenden español, francés e inglés, aparte de su idioma nacional: el wolof. En muchos viajes suelo aprovechar mi nombre y segundo apellido, (Fernando Torres), para ver lo puestos que están en fútbol, casi siempre mucho más que yo. Esta vez me sale el tiro por la culata, ya que se tragan todos los partidos de la Champions y de la Liga española. No podemos no aceptar su invitación de jugar un partido de fútbol con todos los chavales del pueblo, y es que no todos los días juegan con Fernando Torres. Mientras, Irene y Bea nos animan desde unas improvisadas gradas en forma de tronco de baobab caído en el suelo. Hacemos el camino de vuelta bajo un bonito atardecer amarillento, lamentando haber contratado el hotel demasiado pronto, ya que podríamos haber acampado en nuestra tienda de campaña con cualquier persona de Boussoura. Preparamos unos espaguetis para cenar con el hornillo y depuramos el agua blanquecina que sacan del pozo para beber. Ha sido un día muy intenso y caemos rendidos en la cabaña.

Poblado de Boussoura

Atardecer en Boussoura
La mañana siguiente subimos a conocer el pueblito de Dande, en lo alto de la montaña y a 40 minutos a pie desde Dindifelo. Las montañas de enfrente ya son Guinea y una pista de tierra rojiza llena de gente cargada de sacos y cubos en la cabeza nos indica que es día de mercado. Esa pista de tierra roja que se pierde entre matorrales y acacias me recuerda a los relatos de Alvaro Neil en su «África con un par», de las vivencias de su circunvalación del continente en bicicleta, uno de los libros más inspiradores y motivadores que he leído. Bea intercambia en el mercado unas púas de puercoespín que se ha encontrado en el bosque por collares, y es que por lo visto, las mujeres usan estas púas para arreglarse el pelo a modo de peine.

Día de mercado en Dindifelo
Nuestra siguiente parada será Ibel, punto de inicio del sendero hacia Iwol (tribu Bédik). Si bien Ibel es un tranquilo pueblito a los pies de la pista que se adentra en el País Bassari, Iwol pertenece a otro mundo. Iniciamos la corta pero dura subida a las 2 de la tarde con más de 40ºC y con las mochilas cargadas. Después de 10 minutos, ninguno de los presentes somos capaces de andar con semejante sol y caemos rendidos bajo la débil sombra de unos árboles que se agarran a la vida. Entre los árboles baja un señor que nos recomienda continuar un poco más hasta una sombra un poco más fresca. Es el jefe del poblado así como el maestro, farmacéutico y juez, y lo que es más importante, la única persona del pueblo con la llave del pozo con la que sacan el agua. Nos invita a conocer su pueblo y a quedarnos a dormir, ya que casi todos los extranjeros van para un par de horas y se marchan. Nos explica que su pueblo fue fundado por los Bédik, huyendo de guerras tribales en Malí hace cientos de años y que viven cuatro familias de muchos miembros. Los Keitas son los jefes del pueblo, mientras los Cámaras y Samouras se encargan de las fiestas y los Sadiakus de sus costumbres. Una vez hemos superado la cuesta se vislumbra el poblado en una pequeña olla delimitada por una ceiba y un baobab, milenarios los dos, el último de más de 8 metros de diámetro. Un escalofrío recorre mis brazos y pecho. Es como retroceder varios siglos atrás. Varias mujeres ancianas con sus pechos desnudos y las orejas taladradas de pendientes dorados caminan tranquilas entre las más de 80 casas circulares de barro y techos de paja. Las mujeres jóvenes, con sus bebés en la espalda, muelen a palazos la cosecha de cacahuetes de ese año y que nos invitan a probar. Algo ayuda que Bea se apellide Cámara, al igual que muchas de las personas del pueblo. Los niños nos rodean y jugamos con ellos mientras varios hombres tejen con arcaicos telares el algodón que ellos mismos producen. Bajo la sombra del baobab milenario los hombres del pueblo beben vino de palma en calabazas secas. Javier y yo bebemos con ellos mientras Irene y Bea acompañan a las mujeres en la molienda. Pedimos permiso al jefe del poblado para acampar en su poblado, en un lugar donde corre el aire cerca del cementerio. No hay tienda pero el agua de su pozo parece limpia y llevamos comida para cocinar. Será difícil dejar el pueblo a la mañana siguiente y remoloneamos jugando con los niños y haciendo una pequeña marcha en la que conocemos sus cultivos, con los que han sido sostenibles durante tanto tiempo.

Poblado de Iwol de la tribu Bédik

Baobab milenario, Iwol

Caras alegres de Iwol

Niña de Iwol

Nuestra fotógrafa oficial preferida, Irene

Da gusto ver a cinco niños comerse una tableta de turrón de chocolate con los dedos

Poblado de Iwol

El baobab es un árbol muy respetado en Senegal, sus hojas y frutos se comen

Acampando en Iwol rodeados de baobabs
La vuelta a Kedougou la hacemos en autostop, en la parte trasera de un pick-up junto a más de 10 personas y sacos de comida. Esa tarde cogeremos el autobús de la compañía «Gaspar» rumbo a Tambacounda, una ciudad nacida en el cruce de carreteras que conecta varias regiones de Senegal evitando atravesar Gambia. Los autobuses de Senegal no son para claustrofóbicos, ya que el pasillo central es cambiado por más asientos y las paradas para ir al baño se hacen cuando hay motín a bordo, o al conductor le viene en gana. Los compañeros de asiento nos recomiendan el hotel Niji para dormir esa noche en Tambacounda (sencillo, limpio y con piscina por unos 50 euros para 4 personas), todo un lujo en el presupuesto de este viaje, pero necesario para quitarnos el polvo y sudor que llevamos encima.
Desde la gare routiere de Tambacounda, estación de buses y «sept-places»- coches de siete plazas colectivos, salen los «sept-places» sobre las 5am rumbo a Ziguinchor, capital de la región Casamance. Mientras esperamos en la gare routiere a que se llene nuestro vehículo, una legión de niños harapientos y descalzos piden a todos los viajeros limosna. Varias personas que esperan su vehículo nos explican que sus padres los ceden a alguna escuela coránica cuando no tienen recursos y que el tutor de la escuela los usa como esclavos para conseguir dinero durante muchas horas al día. Un hombre de Gambia que trabaja en Barcelona y que esperaba en la estación como nosotros, nos dijo con una voz ronca: «prefiero comer piedras en Barcelona antes que ver a mis hijos así».
El trayecto a Ziguinchor (unas 11 horas) es una auténtica odisea, ya que el conductor ve muy mal y además tiene la foto de un líder religioso musulmán que ocupa medio parabrisas. Nos damos cuenta después de atropellar a un par de ovejas y casi una vaca. El copiloto le va indicando los badenes y controles policiales como si fuese un rally. Y es que, el mayor peligro de un viaje así no son las enfermedades y mosquitos si no la carretera. De Zinguinchor nos dirigimos a Elinkine, justo para coger el último barco del día rumbo a la isla de Karabane. Esta isla es un remanso de tranquilidad en la desembocadura del río Casamance. A los cinco minutos de tocar tierra en la isla hablamos con Paco Karabane, el sastre que regenta un pequeño, pero muy vistoso negocio de ropas, que él mismo cose. Le preguntamos si hay algún problema por acampar libremente en la isla, y nos dice que si buscamos más tranquilidad podemos quedarnos en la parcela de su casa. Su mujer Marietu nos acompaña allí y le ayudamos a preparar una tortilla de patata, que cenaremos todos juntos en su casa. Irónicamente en su televisión difunden un documental sobre la inmigración ilegal de senegaleses a Canarias… En la casa de Paco, y en la de muchas otras personas que hemos ido conociendo en Senegal no hay puertas. Tal es así que todo el mundo coge agua de su pozo, e incluso, aunque son musulmanes los cerdos de sus vecinos cristianos comen en su propia parcela de terreno. El día siguiente decidimos conocer la playa e isla de Kafa, donde vive una comunidad de pescadores de Guinea Bissau. Con marea alta se puede cruzar a esta isla (separada de Karabane por 50 metros de agua) con una barca atada a una cuerda, y con marea baja directamente a pie. A nuestra llegada a Kafa, una mujer pescadora nos invita a comer un pescado que han cocinado a la brasa y al sol con zumo de limón. Su casa es muy humilde. Sus hijos repelan las espinas del mismo pescado que hemos comido y cuando vamos a pagar nos dice que no le demos nada, es una invitación. Esa noche preparamos un arroz a la cubana para la familia de Paco, y después vamos al bar del pueblo donde hay un concierto de yembés. La mañana siguiente con dolor de corazón dejaremos el pueblo acompañados de esta maravillosa familia. La hija de 5 años llorando nos pregunta si nos volverá a ver. Quién lo sabe.

Puerto de Elinkine, rumbo a la isla de Karabane

Con un caldero de agua nos bastó para ducharnos los cuatro en la casa de Paco

Esto es lo que pasa por no hacer caso a las indicaciones de los locales, casi perdemos las zapatillas en el fango

Con la familia de Paco Karabane. Les preparamos un arroz a la cubana para cenar todos juntos

Sofía

Buenos ratos en Karabane
Retrocedemos nuestros pasos hasta Elinkine, y de ahí a Oussouye. Nos han dicho que en Oussouye hay un rey al que se puede conocer pidiendo audiencia. Ni cortos ni perezosos pedimos audiencia real y tras explicarnos las reglas del protocolo conocemos al rey Sibiloumbay Diédhiou. En francés le hacemos numerosas preguntas acerca de su centenaria monarquía en la que se elige al monarca que gobierna 17 pueblos. Una vez elegido el rey no podrá abandonar Oussouye en lo que le queda de vida. De hecho, el presidente de Senegal se tendrá que desplazar allí para tener una audiencia con él. Nadie quiere ser monarca con estas condiciones y por la responsabilidad que ello implica, e incluso aquellos candidatos a serlo a veces se escapan de la región. La última pregunta que le hago es: qué es más difícil: convivir con sus 3 mujeres, o gobernar 17 pueblos. Esbozando una sonrisa y sin pensárselo mucho contesta lo primero.

Con el rey de Oussouye

Las tres Marías de Oussouye
Tras una corta visita al colegio de los Escolapios de Oussouye, el primero de África, y en el que su director nos cuenta que se formó en Albelda de Iregua, donde vivimos, ponemos rumbo a Diebering, ya en la costa Atlántica de Senegal. Nos damos unos buenos chapuzones y acampamos en la misma playa. La mañana siguiente emprenderemos el regreso de unas 20 horas de bus hasta Dakar, y es que, al no planificar el viaje de antemano, el barco que haría comodamente el recorrido Ziguinchor-Dakar está completamente lleno.
Tras una más que merecida ducha en el Dakar International House, un hostel muy agradable y recomendable en Dakar, vamos a conocer la estatua del Renacimiento Africano. Esta estatua, muy cuestionada por muchos, de 49 metros de bronce, fue construida por Corea del Norte en 2010 y costó unos 28 millones de dólares. La realidad es que sus dimensiones impresionan y se obtiene unas buenas vistas de la capital senegalesa. Al día siguiente visitaremos el monumento a la vergüenza, la Isla de Gorée, de la cual partieron entre 15-20 millones de esclavos africanos hasta distintos lugares de América. Paseando por sus bonitas calles de estilo italiano nadie diría la barbarie que ocurrió en este lugar durante siglos (hasta 1848). Visitando la Casa de los Esclavos, que se conserva inalterada y por la cual han pasado personalidades como Nelson Mandela, Bill Clinton y Obama, nos enteramos del triángulo económico por el que la esclavitud se perpetuó en esta zona. El primer cateto del triángulo comienza en Europa, desde donde se exportaba maquinaria de labranza y armas, que se cambiaban en esta isla por esclavos. Había tribus cuyo valor era superior a otras por su fortaleza. El mismo barco cruzaba el Atlántico para cambiar estos esclavos por oro, chocolate y café. Con esta nueva carga, en Europa adquirían de nuevo maquinaria y armas con las que se empezaba un nuevo viaje. Los europeos aprovechaban las rencillas entre tribus para armar a una tribu y obtener sus prisioneros como moneda de cambio. En las casas de esclavos se separaban por géneros y edades y se les daba un nuevo nombre acorde a dónde fueran enviados. Así, era imposible encontrar a sus familiares en un futuro. Muchos prefirieron suicidarse y morir ahogados antes que rendirse y soportar esta humillación. Gorée queda como un símbolo de una de las mayores lacras de la humanidad, la trata de esclavos.

Calles de la Isla de Gorée

En una de las casas de esclavos, Isla de Gorée

Bajo la estatua del Renacimiento Africano, Dakar
En Gorée, un hombre que se gana la vida con la jardinería nos recuerda que en los baobabs que el cría, su espíritu personal se perpetúa en futuros árboles centenarios. Confío que a través de las experiencias que hemos vivido en este viaje llevemos esa semilla de amabilidad con el recién llegado que tanto nos ha enseñado Senegal.
precioso relato Fernando! enhorabuena!!
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Hola Yaiza, me alegro que haya gustado! tenlo en cuenta para ir la próxima vez 🙂
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