Hace unas semanas que vi aquel escueto anuncio en la repleta corchera, en el que animaban a participar en un campo de trabajo en Tijuana. La tinta esperaba en el tintero, el papel ser manchado.
El origen de nuestro viaje iba a ser Logan, la ciudad del estado de Utah (EEUU) en la que me encontraba estudiando durante dos semestres. El casi 90% de su población pertenece a la secta religiosa del LDS, mormonismo para los que no hayan estado en este espectacular y salvaje Estado. Algunas de sus restricciones religiosas son la ausencia de bebidas alcohólicas, tabaco, cafeína, fiestas como las entendemos y cualquier tipo de actividad social que se aleje de jugar al “escondite” los sábados por la noche. La edad habitual de su matrimonio es los veintiún años, tras volver de sus dos años de misión predicadora. Sus familias son muy numerosas. Esto mantiene en Utah una increíble tasa de población joven.
Hacemos una corta parada en Las Vegas tras siete horas de viaje para estirar las piernas. La gente se mueve de un casino a otro como hormigas en busca de comida, las mujeres lucen prendas en cuerpos que requerirían al menos dos tallas más, padres gordos calvos y barbudos beben cerveza en la calle delante de niños en traje de “Spiderman”. La gente disfruta de la Torre Eiffel, de un paseo en góndola por Venecia o de la pirámide de Keops, todo ello de cartón-piedra. Yo me aguanto las ganas de vomitar ante este espectáculo, ir al baño de un casino y ver máquinas “tragaperras” a medio metro del retrete no haría más que aumentar mis náuseas. Mi amigo Tony, una excelente persona y un maratoniano del volante conduce sin descanso, pasando por los albores de Los Ángeles y de San Diego, parando finalmente en un área de descanso a medio kilómetro de la frontera con México. Paseando entre tiendas de Armani y Hugo Boss vemos el “muro” fronterizo, en el que patrullas de anticuerpos la recorren como policías, negando oportunidades a todo el que precie a una vida “mejor”.
La entrada a México es un mero trámite, nadie nos pide el pasaporte, ni nos hace parar, no así como nos pasará a la vuelta a los EEUU. Es de noche, pero Tijuana está muy despierta. La temperatura y los olores son deliciosos. Todo el grupo de trabajo, treinta y siete personas, treinta y dos de ellos mormones, nos hospedamos en una clínica médica de la Iglesia Católica. Mientras el grupo duerme tras un viaje de 18 horas, me quedo hablando con Luis, el diácono y el responsable de la clínica sobre la situación de la ciudad. Me explica que las relaciones entre la Iglesia y el monopolio del cártel de la droga del señor Arellano Félix son fluidas. El cártel reinvierte dinero en la sociedad, lo que les hace ser “buenas” personas. Yo tengo mis dudas. El monopolio de la droga da una cierta estabilidad a la ciudad a diferencia de lo que ocurre en Ciudad Juárez, en la que los distintos cárteles luchan por conseguir el control del mercado. Luis propone guiarnos por el centro de la ciudad a la mañana siguiente (domingo). Visitamos la catedral mientras el arzobispo celebra misa. Cuatro policías armados también asisten: no precisamente a rezar. Paseamos por el mercado popular de Popocatepetl . Compramos frutas y quesos con sabores que al cruzar la frontera de EEUU parece ser que les niegan la entrada. Durante nuestro paseo de cuatro horas por el centro no veo a ningún “gringo” por la ciudad, a excepción de mis amigos Tony y Danielle. Las olas de violencia y la prensa sensacionalista americana han cerrado el grifo del turismo en esta viva ciudad. Evito los comentarios con mis compañeros cuando veo en varias portadas de periódicos locales cuerpos sin cabeza y quemados. Éstos, mientras, disfrutan atentamente de una danza azteca en medio de la calle en la que los hombres bailan y tocan música disfrazados con cabezas de animales. Menudo esperpento.
Nos reunimos con el resto del grupo al acabar su misa mormona de tres horas y nos dirigimos a un orfanato infantil regentado por una familia mexicana muy humilde. Les llevamos unos dos cientos kilos de alimentos, pañales, toallas y medicamentos. Este orfanato nació de la iniciativa de dicha familia al alimentar gratuitamente a niños de padres drogadictos y sin recursos. Más tarde, construyeron un par de barracones separados con una valla, uno para las niñas y el otro para los niños. Unos cien niños en total duermen, comen y estudian en dicho lugar. Cuando pregunto a Fernando, el padre ahora para todos ellos, de dónde obtiene la financiación, levanta sus curtidas manos y su morena cara al cielo. Viven básicamente de las ayudas de grupos de caridad. Me muestra con orgullo y a la vez desilusión su nuevo depósito de agua de dos mil quinientos litros para cincuenta niñas, que es llenado un par de veces a la semana, instalado por un grupo de rusos. El olor del lugar y las matemáticas sugieren estiaje en la limpieza de los niños. Fernando me pregunta si se puede hacer algo para mejorar la presión en las duchas, pues según me explica, los rusos llegaron, instalaron las tuberías y se fueron. La instalación es un auténtico desastre, el agua sale con una presión mínima, que permite salir al agua a dos centímetros de la pared y que llena un vaso de agua en lo que dura una telenovela con anuncios incluidos. Los niños juegan al monopatín y nos preguntan si conocemos a sus ídolos californianos, tan sólo a quince kilómetros en línea recta de aquel lugar. En una habitación en penumbra se encuentra Alex de siete años de edad, es prácticamente ciego, autista y tiene síndrome de Down. Rechaza el “chupa-chus” que le doy, como si con un caramelo se fuesen a solucionar alguno de sus problemas… Un par de niñas cuidan de él y le dan cariño. Con dolor de corazón dejamos el lugar con la promesa de conseguirles un tanque de agua para la higiene de los varones.
En una deprimida plaza de mariachis nos cantan el “Cielito Lindo” y “Guantanamera”, donde años antes los jóvenes californianos se inflaban a “agua” y “aire” mientras cantaban rancheras. Cuando me meto en el saco de dormir me siento muy afortunado.
La mañana siguiente comenzamos temprano con la construcción de la casa, nuestro principal objetivo del viaje. Nos desplazamos al barrio de Miramar por un camino de tierra y cruzamos un sucísimo río por su cauce. Es un barrio pobre, pero con mucho colorido, parecido a las fabelas de Río de Janeiro. Estamos cinco en el grupo y me toca traducir las ideas que Gustavo, el padre de familia, tiene en su cabeza del español al inglés. Es un excelente maestro y nos enseña como armar el encofrado de la forma más tradicional posible. La familia que componen Eli, Gustavo y sus hijos quiere ampliar su humilde morada para poder acoger a otros miembros de la ONG y mejorar las condiciones de vida del barrio. Tras once horas de trabajo de encofrador, regresamos a la clínica donde dormimos, bebemos unos chupitos de tequila con nuestro amigo el diácono Luis y nos vamos derechos al saco.
Al día siguiente Gustavo lidia con el hombre de la ferretería, que asegura haber traído cincuenta tablones de madera. Yo sólo cuento veintidós y de pésima calidad, es el día a día del comercio aquí. Construimos un par de muros bajo un sol picoso y excavamos la zanja para la salida de las aguas fecales. Nuestras espaldas están rojas y nuestras manos, poco acostumbradas a tirar de pico lloran pus. Tras una ducha fría similar a la que tomaban las niñas en el orfanato, decidimos dormir en la azotea de la clínica. Al fondo, las luces de San Diego tintinean como las estrellas en una noche de verano. Algunos perros ladran, guardianes de la ciudad por la noche.
Además, también construiremos un muro de contención para evitar que las riadas arañen la casa de nuestros amigos. Un vecino del barrio nos enseña su técnica, “a punto de patente”, usando neumáticos usados y rellenándolos con tierra para dar solidez al muro y evitar el uso de hormigón. Cobra dieciocho dólares por doce horas de trabajo tirando de pico y pala, una irrisoria cantidad incluyéndose el uso de su patente…
Esa misma noche visitamos la playa de Tijuana. La primera línea de edificios, construidos en los setenta se levantan ahora como leñosos olmos del páramo soriano que tanto gustaban a Machado. Puertas y ventanas están selladas con tablones y clavos, como queriendo preservar en su interior su época de esplendor. Un par de jóvenes se besan a escondidas en la oscuridad. Nuestro amigo Tony, que se había informado de las estadísticas criminales de la ciudad (unos quinientos secuestros al año, cientos de asesinatos y comercio de órganos humanos) y que apreciaba sus riñones en su sitio, nos inspira a dejar tan poético lugar. Al día siguiente rematamos las tareas que quedaban pendientes en la casa y en el muro de contención, y por la tarde nos dirigimos a la costa californiana, a la casa de unos amigos en Orange County. La primera gran diferencia entre las dos culturas fue la ducha. Con la presión y temperatura del agua en California se podría instalar perfectamente una turbina de producción eléctrica.
El sábado por la mañana surfeamos en Laguna Beach con la compañía de seis delfines y dos focas a menos de veinte metros de nosotros. Es requisito para entrar en esta ciudad conducir un deportivo de más de quinientos caballos y en el caso de las mujeres ser rubias y estar cortadas por el mismo cirujano. Nuestro grupo es una obvia excepción.
El domingo es una vuelta a la normalidad de Logan, en Utah.
Al día siguiente, es día de escuela.
¡Que suerte tienes de poder disfrutar de esas buenas gentes y de esas caritas que lo dicen todo.!.
Un Olé por ese trabajo ,pues ¡sois formidables !
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