«Venir casa a conocer padres”, indicaba el traductor de Google en la pantalla del teléfono del pequeño Karim, el mismo que hacía cinco minutos había subido haciendo malabarismos con un enorme plato de comida caliente para nosotros hasta nuestra guarida secreta, un edificio en construcción con impresionantes vistas de las montañas nevadas del pueblito de Tekir, donde pensábamos pasar la noche acampando sin ser descubiertos. Pues bien, en efecto fuimos cazados y en lugar de lo que hubiese sido lógico en estos casos: haber llamado a la policía o echarnos de buenas o malas maneras, la familia de la cual era ese edificio en construcción nos invitó a cenar y, posteriormente, a compartir con ellos uno de los momentos más especiales de nuestro paso por Turquía. Entre tazas de té, helados increíbles hechos con leche de cabra, fruta partida y muchos dulces, que solo saben hacer así en esta zona del planeta, fuimos conociendo a cada uno de los 15 miembros de esta familia tan acogedora, de un pueblo al que llegamos por casualidad, ya que el camión cargado que nos llevaba haciendo autostop había decidido hacer aquí su parada para descansar. Al día siguiente, le tocaba entregar su carga de trigo en Siria, a pocas decenas de kilómetros de distancia de este lugar, para alimentar a una población castigada y hambrienta por una guerra que ha durado 8 años, confiando que la forma verbal sea la correcta. Conocer Turquía en autostop y sin una planificación ordenada es sin duda una de las formas más fáciles de conocer la idiosincrasia de una población tremendamente amable, generosa e interesante.
Siempre es divertido contrastar los prejuicios iniciales antes de conocer un país con la imagen obtenida tras su visita. En el caso de Turquía los flashazos iniciales que corrían en mi cabeza eran los siguientes: bárbaros con perilla armados con sables curvos en una mano y agarrados con la otra de los cabos de navíos de guerra en la batalla de Lepanto, kebabs rodando como peonzas en cada esquina, mezquitas con minaretes como alfileres y un cielo lleno de globos aerostáticos en la Capadocia. Aunque es cierto que visitando los lugares más turísticos del país, allí donde recalan cada día decenas de autobuses cargados de visitantes, sea posible cumplir estrictamente estas ideas preconcebidas, a poco que se sale de dicha ruta marcada en busca de los caminos invisibles que tanto nos gusta encontrar, Turquía puede ofrecer un auténtico paraíso para los viajeros.
Comenzamos nuestras andanzas en este país en Estambul, ciudad de la que sobran demasiadas explicaciones: mezcla más concentrada de Europa que de Oriente, bulliciosa y animada, cosmopolita y una meca para todos aquellos amantes de los buenos dulces. La mejor forma de conocer Estambul es paseando por sus distintos barrios sin un rumbo fijo y dejándose imantar por los contrastes, colores y olores. Allí nos quedamos en casa de Yunus, quien el año pasado hospedaría a mis hermanos y que, este año, se ofrece a lo mismo con nosotros. Viajero con ilusión que atravesó un accidente terrible hace poco, nuestro tiempo con él lo disfrutamos hablando de sueños e ilusiones, esas que se ven muy claras cuando has visto las orejas al lobo recientemente.

Escenas de Estambul

Con Yunus, quien el año pasado recibió a mis hermanos en su casa y este año a nosotros
Desde Estambul decidimos recorrer la costa hasta Ismir, en cuyas cercanías se encuentran las fabulosas ruinas greco-romanas de Éfeso, en un estado de conservación sorprendentemente bueno. En su teatro con capacidad para 50.000 personas han tocado grandes como Paco de Lucía, entre otros, que hubiesen levantado la euforia de los que vivían en este puerto del Mediterráneo. A diferencia de algunas ciudades modernas de la actualidad, diseñadas para consumir, Éfeso ofrecía numerosos espacios para mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos como su impresionante biblioteca, una decena de fuentes públicas para refrescarse del calor sofocante del verano, termas públicas y un sinfín de templos. Desde la pequeña localidad cercana a las ruinas, Selcuk, tomamos un cómodo tren hasta Denizli para conocer Pamukkale, uno de los atractivos turísticos más destacados de este país. Sus formaciones de cal blanca, como la leche, y pozas que reflejan la luz, como espejos, eclipsan las ruinas romanas de Hierápolis, ciudad construida allí mismo por el atractivo de balneario natural que estos manantiales ofrecían. Su teatro, calzadas y cementerio se encuentran en un estado de conservación de igual calidad que las anteriores ruinas de Éfeso. En Pamukkale se puede comprobar los estragos que el turismo de masas ejerce sobre la población local, que insistentemente te ofrece comprar cualquier cosa a precios inflados. En estos casos, la lógica invita a buscar aquellos lugares castizos, donde difícilmente entraría nadie que busque el glamur de viajar. Así acabamos en el restaurante de Youssef, un señor turco de unos 55 años al que le faltaban más dientes en la boca de los que tenía. De nuevo, usando el traductor de Google pasamos una tarde muy divertida escuchando sus consejos para tener una piel suave y un pelo vigoroso, que se basan en una infusión diaria de canela y café, tan fuerte que haría vomitar a una cabra. Entre tanta explicación de belleza nos prepara una cena estupenda por apenas 3 euros en total. Esa noche buscamos una explanada en un pinar cercano para acampar, manteniendo una continuidad de 50 noches seguidas sin pagar por el alojamiento.
Desde Pamukkale vamos a recorrer una parte de la Ruta Licia, un trekking de más de 500 km siguiendo la costa desde Fethiye hasta Antalya. No teníamos referencias previas del mismo y lo conocemos gracias a que nuestro amigo Josu nos manda unos días antes un recorte, en el que el New York Times la acaba de considerar una de las rutas más bellas e infravaloradas del mundo. Sin mapa y sin más información de que la ruta está marcada con manchas de GR (blancas y rojas), damos con bastante fortuna con el inicio del sendero cuando apenas quedan 10 minutos de luz. No tenemos más comida que un paquete de galletas y medio litro de agua, buscamos un sitio llano para acampar en el bosque y nos acostamos convencidos de que seguro que al día siguiente pasamos por algún pueblo con comida rica.
La Ruta Licia o “Likyan Yolu”, en turco, es una ruta creada por una mujer inglesa hace unos 15 años conectando numerosos senderos existentes con otros de creación propia para unir un gran número de pueblecillos esparcidos como perdigones por una geografía brutal de acantilados de más de 500 metros de caliza sobre el mar. Las primeras etapas, desde Fethiye, acumulan desniveles para nada despreciables y seguramente superiores a los homónimos en otros senderos tan interesantes como el GR 11 pirenaico. Para nosotros, que pensábamos que era caminar por la costa, con la carga de nuestras mochilas de unos 13-15 kilos y a 35ºC de vellón, acaba resultando una experiencia exigente – cierto es que acabamos alargando las etapas hasta los 26-30km diarios con desniveles positivos de unos de 1200-1500 m-. Nuestra recomendación es la de llevar el peso justo, ya que se puede comprar comida cada día; respecto al agua, existen numerosas fuentes en cada etapa y, para dormir, si no se quiere hacer acampada libre -hay multitud de lugares maravillosos-, existen muchas casas que ofrecen habitaciones económicas. La belleza y pureza de los lugares que recorremos es sorprendente (no coincidimos con ningún otro caminante en ningún momento, solo la presencia de varias docenas de tortugas terrestres) y la posibilidad de darte un baño en el mar en alguna de las calas que jalonan la costa, hacen de esta ruta un atractivo en un viaje a este país. La ruta además pasa por lugares tan interesantes como el monte Olimpo, en el cual hay emanaciones de gas que alimentan las llamas que se cree usaron para encender la llama olímpica. La acampada libre en este lugar es muy interesante y, además, se puede usar el propio fuego de las llamas para cocinar la cena o preparar el café. En estas llamas coincidimos con una familia de franceses de Niza, quienes llevan un año viajando en su autocaravana (condujeron hasta el sudeste asiático y volvieron). Lo más sorprendente es que viajan con sus dos hijas de 5 y 8 años, a las que educan ellos mismos siguiendo el plan de estudios a distancia que tiene Francia, planteado para todos sus ciudadanos en el extranjero. Este plan educativo está marcado por semanas y disponen de tutores en Francia que corrigen sus exámenes y trabajos, algo de lo que en España estamos a años luz. Hablando con las niñas, su nivel de desarrollo es equivalente a que tuviesen 3 o 4 años más y el nivel de experiencias que han vivido es impresionante.

Con la familia francesa Les Macax en Olimpo
Debido al calor sofocante de estas fechas de final de primavera y a la ausencia de brisa alguna en la ruta, trampeamos buena parte en autostop hasta llegar a Antalya. Allí cerca visitamos Termessos, unas ruinas romanas muy interesantes por las capillas y tumbaslicias que tallaban en las paredes de caliza.
Desde Antalya nos despedimos del Mediterráneo y nos dirigimos hacia el interior hasta el lago de Egirdir, donde pasamos la noche acampando en un parque de la ciudad protegidos por los setos y no sin antes apagar el sistema de riego para evitar duchas indeseadas a media noche. La siguiente etapa, la de conocer las montañas del Dedegol, será una de las más ineficientes del viaje, ya que nos lleva algo así como 6 horas recorrer unos 60 km de distancia en autostop. Los poquísimos vehículos que pasan por el lugar, todos de más de 40-50 años de antigüedad, apenas nos llevan más de 5 km. No nos podemos comunicar con nadie porque no hablamos turco y nadie habla inglés y, finalmente, nos vemos tirados en el pueblo de Yakaköy, algo así como quedarse tirado en una aldea de Cameros en La Rioja. Cuando ya habíamos decidido retroceder sobre nuestros pasos, lo cual nos obliga a dar un rodeo enorme, un vehículo con tres hombres muy amables se ofrece a llevarnos a estas montañas. Probablemente, hemos comido algo en mal estado y cuando por fin llegamos a las montañas no tenemos más energía que la de sentarnos en un banco y sacar cuatro fotos. Un joven que le ha cogido el coche a su padre y que busca cualquier excusa para acelerar en las curvas y fumarse un pitillo, nos acerca hasta el lago de Beysehir. Nos tumbamos en el suelo para sobrellevar la indigestión y un puñado de vacas se acercan a chuparnos los pies como si fuesen de hierba de Asturias. Cuando ya pensamos que va a ser un día de pasar página, un grupo de turcos que se encuentran cerca de nosotros nos invitan a tomar el té. Parece que la infusión hace su efecto y pasamos el resto del día con ellos. Su forma de hacer el Ramadán es como la de la mayoría de turcos: cuando les preguntamos al respecto se ponen el dedo en la boca con señal de silencio, para indicar que no le digamos a nadie cómo se lo saltan a la torera. Su barbacoa en pleno Ramadán nos brinda unos bocadillos magníficos que terminan de arreglarnos el cuerpo para recuperarnos por completo.
La ineficiencia del día anterior contrasta con la eficiencia del próximo día, marcada por la amabilidad de Alí, quien da un rodeo de 120 km en su ruta para acercarnos hasta la ciudad de Konya. En esos momentos nos sentimos culpables, pero es muy difícil decir a un musulmán que no haga una cosa cuando está mostrando su hospitalidad, algo que hemos sentido en otros lugares como Sudán, Túnez, Egipto, Marruecos y, por supuesto, Turquía. Konya es una ciudad muy agradable con un mausoleo al poeta místico Muhammad Rumi, que merece la pena conocer si se pasa cerca. Para nosotros, Konya es una parada lógica en la ruta hacia Capadoccia, uno de los lugares imprescindibles para el viajero en este país.
Capadoccia es una región repleta de historia tallada en su blanda roca formada por ceniza volcánica: desde las famosas agujas-vivienda de la zona de Göreme, hasta las ciudades subterráneas tan comunes como impresionantes de las localidades vecinas, como Derinkuyu. A pesar de la fama que tiene Capadoccia, nos sorprende que, apartándonos un poco de las zonas más concurridas, es fácil conseguir tranquilidad e incluso soledad. Buscamos una cueva cómoda para acampar, con la única compañía de un perro callejero que nos sigue hasta allí, al que bautizamos con el nombre de Yuco. Buscando algo de cariño se duerme a nuestros pies bajo el doble techo de la tienda. Si no llega a ser por el jaleo burocrático que es introducir un perro en la Unión Europea, seguramente Yuco podría estar degustando los huesos de las chuletillas riojanas. De entre la gran cantidad de rincones de esta región nos quedamos con el Love Valley, un conjunto de agujas de aspecto “peculiar”, la ciudad de Çavusin, las cuevas de las iglesias de Joachim y Anna para acampar y, por supuesto, la ciudad subterránea de Derinkuyu, tallada bajo tierra en 6 niveles que incluían prensas para hacer vino, pozos, conductos para comunicaciones, ventilación, iglesias, graneros y corrales para los animales. La experiencia de acampar en una de estas cuevas hechas por el hombre y despertarse al amanecer con más de 100 globos sobre nuestras cabezas es algo inolvidable. En Göreme coincidimos con Rober, viajero de larga distancia que está recorriendo desde Madrid hasta el Sudeste Asiático en autostop con su perro Cocay, al que adoptó siendo cachorro en Bolivia. Con él pasamos una buena tarde charlando, sobre todo, de cómo hacer sostenible el estilo de vida viajero.

Torres en Capadoccia

Acampada libre magnífica en las cuevas/iglesias de Göreme
Desde Capadoccia, seguimos la recomendación de Yunus de conocer Nemrud, un lugar del que no habíamos oído y del que al ver una foto nos parece mágico. Haciendo autostop en una autovía bajo un sol atroz, un camionero frena bruscamente para llevarnos. Será el mismo camionero que nos parase en Tekir (donde esa maravillosa familia nos abrió su corazón) y el mismo que llevaba el trigo a Siria. Una decena de vehículos en autostop después, llegaríamos hasta el último pueblo antes de Nemrud. Los últimos 12 km hasta las ruinas (¡cubriendo 1150 m de desnivel positivo!) los hacemos de noche, caminando protegidos por las estrellas. Quizá así, sin ver la subida que nos queda, el optimismo se mantiene intacto. Al llegar hasta arriba, nos sorprende encontrarnos una cafetería abierta a las 11:30 de la noche. Seguramente, la sorpresa de los trabajadores al vernos llegar caminando fue igual a la nuestra y rápidamente nos agencian un sofá en el interior y un té caliente para que pasemos la noche. Unas pocas horas después salimos, todavía de noche, para ver un amanecer mágico desde estas ruinas tan espectaculares, las de un rey de un territorio pequeño, que quiso alcanzar la inmortalidad levantando un túmulo de piedras -se cree que sobre su tumba- en la cumbre más alta de su reino y protegida al Este y al Oeste por dos impresionantes templos custodiados por Hércules, Zeus-Oromasdes (asociado al dios persa Ahura Mazda), Tique y Apolo-Mitra, con una clara influencia de la antigua Persia y Roma. Con las preciosas vistas de las montañas de la Turquía oriental nos despedimos de este increíble país que nos ha sabido conquistar desde dentro. Con ganas de más montañas y de gente auténtica pondremos rumbo hacia Georgia, nuestro puerto de entrada para conocer en detalle el Cáucaso, un completo desconocido para nosotros.

Con la familia de Tekir
Maravilloso país y excelente opción para presupuestos más chicos.
Saludos!
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La verdad que sí Carolina, tanto en la ruta turística como por las zonas que no lo son, el país es un paraíso para viajeros por libre! La ruta Licia ha sido una gran sorpresa 🙂 Saludos!
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