Entre suaves colinas con un pasado granítico glorioso y ahora domado por la erosión, solamente algunos árboles espinosos ausentes de hojas y algún baobab milenario se atreven a desafiar al sol abrasador del desierto del Namib. Las plantas herbáceas hace casi un año que han dejado calvo a este paisaje pedregoso y rojizo, ante unas lluvias que cada año se retrasan más como consecuencia del cambio climático, que condena injustamente más a los que menos culpa tienen. La temperatura coquetea con los 40ºC y el polvo que levantamos a lo largo de la pista que nos acerca a la frontera de Angola hace más inverosímil que alguien haya decidido hacer de este su hogar. De pronto, un poblado de cabañas de palos, recubiertas de barro mezclado con excrementos de vaca y techos de paja se dibuja cercano con las casas dispuestas en círculo. – Es un poblado himba, dice Tico, nuestro guía improvisado, que acabamos de subir al vehículo mientras hacía autostop bajo este sol inclemente.
La tribu de los himba ha conseguido adaptarse a lo largo de los siglos como pocos podrían a este entorno duro y salvaje, donde el papá Estado no llega y donde la vida y la muerte caminan juntas. Los himba viven del pastoreo de cabras, unas cabras pequeñas y duras que son capaces de masticar y digerir ramas secas sin hojas y transformarlas en blanca leche; sin duda, pura alquimia. Mientras los hombres adultos se dedican al cuidado de las cabras alejados de sus familias durante semanas e incluso meses, las mujeres se ocupan del criado de los hijos, la construcción de sus casas y al cuidado personal de ellas mismas; esto último, algo a lo que dedican una buena parte del día. Las mujeres himba son el pilar fundamental de esta sociedad que sobrevive orgullosa de sí misma en un “neo-neolítico”, manteniendo sus formas de siempre, pero siendo conscientes de los adelantos del siglo XXI.
Cualquiera que haya mirado alguna vez a una mujer himba tendrá su imagen grabada en la mente. Su piel reluce ocre brillante, consecuencia de recubrirse la piel varias veces al día con el polvo de una roca rojiza machacada y mezclada con grasa animal. En su cuello y, a modo de perfume, se esparcen plantas carbonizadas que se quedan adheridas a una piel que jamás verá el agua. Para las mujeres himba la limpieza de su piel se realiza con ese polvo ocre y no con el agua, que tanto derrochamos otras sociedades. La única ropa que tapa sus estilizados cuerpos delgados es una pequeña tela a modo de falda y unas sandalias hechas con el cuero de sus cabras, para aislarse mejor de la ardiente arena del desierto. Si su ropa es ligera, no lo son sus impresionantes joyas que lucen orgullosas en piernas, brazos y cuello, y que tienen una importante simbología para esta tribu. Por ejemplo, a través de la distinta tipología de collares son capaces de indicar su estado adulto o de niñez, estado civil y el duelo a sus seres queridos fallecidos. Probablemente, lo más destacado de su belleza viene de la mano de su pelo, el cual adornan con fibras textiles mezcladas con barro y con una especie de diadema en forma de “V” hecha con pellejo de cabra, otorgándoles un estilo inconfundiblemente único.
Cada día más, los niños himba empiezan a pisar una escuela primaria mixta, que comparten con otras tribus como los demba. A diferencia de la educación secundaria, donde se les obliga estatalmente a llevar unos fríos y a la vez estúpidos uniformes europeos consistentes en camisa y corbata, como si algún día fuesen a ir vestidos así en estas zonas, en estas escuelas primarias los niños pueden ir vestidos como tradicionalmente visten ellos. Sin duda, este fue un escollo salvado para permitir su escolarización. Aun así, un elevado porcentaje de niños himba cuidan de las cabras y juegan con sus hermanos, la escuela que ha mantenido a este grupo humano así durante tantos siglos. La alimentación de estos niños es la misma que la de sus padres y consiste en desayuno y cena, fundamentalmente basada en una pasta de harina de maíz mezclada con leche de sus cabras.
En sus poblados, la mujer o hija del jefe es la encargada de mantener en frente de su casa el fuego perpetuo, un fuego que les permite relacionarse con el más allá. Aunque algunos himba han sido cristianizados, una mayoría sigue creyendo en la fuerza del espíritu de sus difuntos, unos difuntos que enterraban en posición fetal en vertical, cortándoles los tendones de las rodillas. Las canciones y la transmisión oral de su cultura entre generaciones han sido su enciclopedia viva.
En la actualidad, al igual que tantas otras minorías étnicas humanas, el binomio adaptación al siglo XXI y mantenimiento de su cultura se mantiene en un difícil equilibrio, en el que su futuro dependerá de las decisiones que ellos tomen y en el orgullo por sus tradiciones. A diferencia de otros grupos que hemos conocido como los pigmeos en Uganda, los guaraníes en Argentina/Paraguay y los aborígenes australianos, todos en un estado de marginación lamentable, tras convivir con los himba y compartir un mismo fuego con ellos bajo un cielo estrellado, la sensación que nos queda es que todavía queda lugar para la esperanza con este grupo humano tan increíble. ¡Okujeppa! Gracias
Como siempre un maravilloso relato Fernán, muchas gracias. Las fotos preciosas, esos ojos transmiten una alegría especial.
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Muchas gracias María Jose!
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Hola viajeros una vez más seguimos vuestras aventuras y la verdad que viendo esas caras tan bonitas dan ganas de dejarlo todo y seguir vuestros pasos Veo que seguís bien aunque tu Bea no coges tanto moreno como los que tienes a tu lado. Un beso grande para los dos pues os vamos a extrañar tanto en estos días que hasta nos parece imposible.
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Gracias Juani! Nos alegra mucho que te haya gustado! Bea ya va estando bastante morena!
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