Santa Lucía

Organizativamente hablando, este viaje por el Caribe encabeza la lista de nuestros viajes más complicados. El rosario de islas, conexiones, monedas y formas de vida es apabullante y acentuado por el ritmo trepidante que vamos llevando. Si bien durante nuestro viaje en África recorrimos unos 15 países, el tiempo jugaba a nuestro favor y existía margen para la flexibilidad y los cambios sin un impacto significativo sobre el viaje ni sobre nuestra economía. Sin embargo, en un viaje por el Caribe, al tratarse de islas,  generalmente muy mal conectadas entre ellas, solo existen tres opciones: contratar uno o varios cruceros, disponer de un velero o hacer autostop con veleros -limitado a la suerte de cada uno y a la capacidad de esperar cerca del puerto con su consiguiente gasto, o recurrir a los aviones, con una tremenda variabilidad de precios dependiendo de las fechas y del orden seguido entre las islas, sumado a la poquísima seriedad de las aerolíneas caribeñas, donde los cambios de horario y las cancelaciones son más frecuentes que los vuelos en hora. En resumen, recordando la teoría combinatoria de matemáticas, recorrer el Caribe implica combinar tantas islas como se quiera conocer dependiendo de su orden y de su medio de transporte y elegir la combinación que creamos ganadora: un auténtico lío.

El hecho es que llegamos a Santa Lucía desde San Vicente, en uno de los poquísimos vuelos directos existentes, y que hemos reservado apenas unos días antes. Estas compañías “bananeras” ponen y quitan vuelos buscando captar clientes y una vez atrapados somos manejados como títeres con las fechas en que a ellos les interesa concentrar sus vuelos. Esta vez, la jugada sale bien porque el avión llega en hora y además hemos reservado un coche de alquiler para conocer la isla. Cuando llegamos a Castries, la capital de Santa Lucía -país independiente desde 1979, aunque su jefe de Estado sigue siendo el rey Carlos III de Inglaterra-, descubrimos que los errores existen cuando tantas decisiones han sido tomadas con semejante calor. Hemos reservado un coche, sí, pero las fechas de nuestro alquiler se corresponden con el mes siguiente. Esto lo descubrimos a las 10 de la noche, al ver que la oficina de alquiler está cerrada y nadie responde al teléfono. El aeropuerto lo están cerrando también, llueve con fuerza y esta pareja de viajeros vuelve a enfrentarse a un cambio de planes. – O tomamos un taxi y que nos lleve al hotel de su primo, o cruzamos la acera y dormimos bajo cubierto en el chiringuito de enfrente. Ah, se me olvidaba, el aeropuerto de Castries tiene como sala de espera una  playa de aguas turquesas, y los restaurantes del aeropuerto son los mismos chiringuitos de la playa. Un pequeño golpe de suerte. La noche lluviosa no invita a alargar la juerga de los clientes de estos locales y el guarda de seguridad, Martin, un hombre muy cálido, nos invita a acampar allí, bajo la barra de los chiringuitos. – Ningún problema, os vigilaré el sueño.

Nos despertamos a las 6 de la mañana, cuando abren de nuevo al público estos chiringuitos, y entonces nos toca desmontar la tienda y decidir qué hacer. Tomamos un colectivo hasta el centro de la capital, a apenas 10 minutos del lugar. Tras tomar un desayuno caliente en el mercado optamos por olvidarnos de alquilar un vehículo y continuar con nuestro estilo más informal hasta llegar a Soufriere, sí, una localidad con el mismo nombre que el del célebre volcán de la isla anterior de San Vicente. Es llamativo que esta pequeña isla cambiase de manos durante su colonización entre franceses e ingleses nada menos que catorce veces, quedándosela finalmente los ingleses para ellos, motivo que justifica que buena parte del turismo que recibe esta isla sea  inglés o norteamericano, aunque con el nombre francés de los lugares, que hace que tengan que pagar el peaje de la pronunciación francesa.

Sala de espera del aeropuerto de Castries, la más bella que conocemos
Catedral de Castries, Santa Lucía
El Gros Piton desde Soufriere, Santa Lucía

Desde allí haremos autostop en el coche de una pareja de turistas suizos hasta Ansé Mamin, un sublime lugar para hacer snorkel. No es sorpresa que el mejor hotel de esta isla, cuyas habitaciones rondan la friolera de los 3.000 euros por noche, haya elegido esta alejada playa y este excelente fondo marino para sus huéspedes.  Como el número de ceros en la cuenta corriente no influye para bucear y los peces de colores, las sepias y el coral son mucho más interesantes que los relojes suizos y diamantes con los que sin miedo se meten al agua salada alguno de los visitantes de este hotel, disfrutamos durante casi dos horas en el agua hasta salir más arrugados que un garbanzo.

Ansé Mamin de excelente snorkel, Santa Lucía

Desde allí intentamos acercarnos al punto de partida para subir al monte Gimie -el monte más alto de Santa Lucía- y también para encontrar un lugar donde pasar la noche. Desde el primer momento, el pueblo nos resulta un lugar hostil, con varios buscavidas un poco pesados a nuestro alrededor, un calor bananero y unas nubes que amenazan descargar. Tras un buen rato, desistimos de subir a este monte al no encontrar una opción clara ni de pasar la noche, ni de librarnos de los cansinos del lugar, que no dan muy buenas sensaciones. Hacemos autostop y salimos de allí en el primer vehículo que pasa, que nos devuelve a la carretera principal de la isla. Borrón y cuenta nueva, caminamos los 5 km que nos separan del sendero Tet Paul, un proyecto comunitario que tienen los campesinos para vender las vistas del Gros Piton, un espectacular pico que emerge del mar, en lugar de sus frutas.

Cultivos tradicionales en el interior de Santa Lucía
Cacao en el interior de Santa Lucía

Creo que nos ven cansados y sudados de la caminata y nos invitan a entrar -ahorrándonos la entrada de 10 dólares por persona- y a dormir en el mirador, protegidos por un cobertizo de la más que probable lluvia nocturna. Creo que son pocos los viajeros en Santa Lucía que viajan en tienda de campaña y les parecemos algo, ¿cómo calificarlo? exótico, es la palabra. Las vistas desde el mirador son increíbles, estamos solos y tratamos de sintetizar la gran cantidad de vivencias que hemos tenido en solo 24 horas, 24 horas que en condiciones habituales dan para muy poco y que aquí cuesta tantas líneas explicar.

Vistas desde Tet Paul, uno de los mejores miradores de Santa Lucía
Arcoíris en el Gros Piton
Acampando en el cobertizo de Tet Paul, en compañía de dos gatos

A la mañana siguiente, caminamos por un sendero de agricultores entre plantaciones y pastos hasta Sugar Beach, otra playa con hotel de súper lujo, esta vez con snorkel algo peor del del día anterior. Tras pasar la mañana a remojo, un camión de reparto nos libra de los 400 metros de desnivel para salir de esta cala y devolvernos a Soufriere. Conforme pasa el tiempo nos vamos dando cuenta de lo extremadamente fácil y agradable que es hacer autostop en estas islas caribeñas y así conectar con los lugareños. Desde allí nos dirigimos al extremo norte, a Gros Islet, donde pasaremos un par de días de playa tranquilos descansando y comiendo. Como no, la última noche regresamos a nuestro chiringuito de la playa donde volveremos a acampar, en compañía del guarda de seguridad Martin, con quien charlaremos largo y tendido sobre su escarpado país de volcanes y fondos marinos de lujo. Santa Lucía, ¡qué bonita eres!

Santa Lucía y sus pitones, montañas que emergen del mar
Gros Islet, en el norte de Santa Lucía

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