República Dominicana, fuera de ruta

Los nativos taínos llamaban a su tierra Quisqueya, “la madre de todas las tierras”, un paraíso tropical que dejaría de serlo para ellos a partir de diciembre de 1492 con la llegada de Colón, a razón de enfermedades nuevas, adoctrinamiento religioso y explotación laboral mediante el régimen de las encomiendas, por las cuales se repartía el territorio y sus taínos. Si algo hubo en claro de estas primeras expediciones españolas en esta isla, rebautizada como la Hispañola, es que no iba a ser una isla cualquiera. Santo Domingo, su capital, se fundó en 1497, la imponente catedral de la misma ciudad en 1504 y la universidad de Santo Tomás de Aquino en 1538; las tres, primeras absolutas en su especie en el Nuevo Mundo y levantadas con sillares de cantera, para hacerse durar. Pero, este afán de desarrollo acabó con la tranquilidad del pueblo taíno y su división territorial en cacicazgos, como en la matanza de Jaragua de 1503, en la cual, mediante el pretexto de amenaza de un posible ataque indígena, Nicolás de Ovando, regente español en la isla, invitado por los taínos a una celebración, dio la señal por la que quemarían vivos a 80 caciques y harían presa a Anacaona, la “flor de oro”, la cacique más célebre por sus intentos de vivir en paz con los españoles. Moriría ahorcada poco después y su halo de misticismo todavía perdura hoy. Los taínos se fueron diluyendo entre la mezcla con la población española y de los esclavos africanos hasta el mestizaje actual. A diferencia de otras islas vecinas, donde la conquista francesa y, sobre todo, británica, masacró al 100% de sus poblaciones repoblándolas después con población africana, hoy existen asociaciones de taínos, que así reivindican su pasado, más genético que cultural.

Española fue la conquista por la crítica entre españoles desde el mismo principio. Bartolomé de las Casas, hijo de encomendero y encomendero también él hasta ordenarse sacerdote dominico, el primero de América, fue el más célebre opositor a la barbarie de las encomiendas. Que la capital se llame Santo Domingo y el país República Dominicana honra su recuerdo a favor de los nativos.

Hoy, República Dominicana ha apostado por el turismo de masas de hotel todo incluido en el que, agasajados los visitantes por las vistas de un mar turquesa y altas dosis de alcohol se eclipsan sus verdaderos encantos. Sigue siendo un destino maravilloso para los viajeros independientes con presupuesto bajo por su belleza natural y la cercanía y el cariño de una población que, lejos de estar harta de ver forasteros, siempre tiene tiempo para ayudar, charlar o interesarse. Llegados a Santo Domingo, a la que sabemos regresaremos varias veces después por la red radial de sus carreteras, decidimos alejarnos a la península de Samaná, en el extremo nororiental de la isla. Viajamos con una pequeña mochila de 6 kilos cada uno, lo perfecto para no tener que facturar y lo suficiente para llevar una ropa de recambio, material de acampada, equipo de snorkel y hasta un ordenador portátil con el que cumplir las obligaciones laborales desde un marco incomparable. Las Galeras, una pequeña población en el corazón de Samaná es un punto de partida genial para adentrarse por el sendero de la costa en el que conocer alguna de las playas más bellas de esta zona del país: la Playita, playa Colorada y El Rincón. Algunas de estas playas, protegidas por el Cabo Cabrón, seguro que fueron avistadas durante el primer viaje de Colón antes de decidir levantar su primer fuerte, el de Navidad, levantado con los restos de la carabela Santa María. La temperatura del agua es excelente y el hecho de tener que caminar para llegar a algunas de estas playas hace de filtro natural para evitar masificaciones. Entre baño y baño y protegidos por la sombra de cocoteros vamos desenmascarando esta geografía de rocas volcánicas y calizas hasta llegar, a pasar la noche, a la playa Frontón. Un pequeño chiringuito levantado con palos nos sirve para tomar algo fresco. Mientras charlamos con sus dueños, que viven en una tienda de campaña durante buena parte del año, -el resto del año emigrados en Barcelona-, varias ballenas saltan a lo lejos. Por muchas veces que se las vea saltar, siempre es un momento de alegría, como si la mar brindase de esta forma ante los últimos rayos de sol del día. Levantamos la tienda de campaña entre cocoteros y usando la arena como colchón natural dormimos como niños.

Playa El Rincón, Samaná
Desembocadura de Caño Frío, playa El Rincón, Samaná
Playa Colorada, Samaná
Playa Frontón, Samaná
Acampando en Playa Frontón, Samaná

Al día siguiente continuamos la ruta a pie hasta la Boca del Diablo, una formación de caliza erosionada por el mar. Allí, una furgoneta destartalada de pescadores nos ahorra casi 10 km de pista polvorienta al sol hasta llegar a la carretera asfaltada. No han pescado casi nada en toda la noche pero eso no quita para que mantengan su sentido del humor durante todo el trayecto mientras damos tumbos entre cañas de pescar y neveras vacías. Así, en un par de trayectos acabamos llegando a Samaná, la capital de esta península de corazón selvático. Varias de las islitas ubicadas frente a esta ciudad están conectadas con pasarelas que permiten alcanzar una perspectiva atractiva de la península. Lo que comienza como una situación tranquila cambia cuando varias furgonetas con cruceristas van llegando al lugar ansiosas por disfrutar del tiempo limitado de su escala. Con ellas decidimos escapar, concretamente en dirección al Salto del Limón. Nos damos un buen chapuzón en esta preciosa cascada de color verde esmeralda. Mientras regresamos de vuelta a la carretera, una nube nos descarga su furia tropical y avanzamos como podemos entre un lodazal con varias docenas de caballos y guiris con palo de selfis a sus lomos, los mismos cruceristas de Samaná, que nos siguen los pasos.

Boca del Diablo, Samaná
En la furgoneta de los pescadores, sudados pero contentos, Samaná
En las pasarelas de Samaná
Baño en el salto El Limón, Samaná

Mojados y embarrados hacemos autostop hasta las Terrenas, una población muy turística, donde llegamos lo suficientemente cansados, tarde y sin cenar como para acabar durmiendo en un cuchitril en la orilla misma de la carretera. Montamos la tienda de campaña sobre la cama en un colchón con demasiadas vidas y pocos lavados y a las 5 de la mañana enfrente de la habitación conseguimos parar un autobús, ahí llamados guaguas, que nos lleve hasta la capital, desde donde continuaremos la ruta hacia el extremo opuesto del país, Pedernales.

La primera parte de este recorrido de 300km la realizamos en una furgoneta hasta Barahona. Allí nos indican que difícilmente podremos llegar hasta Pedernales porque ese fin de semana es feriado y todos los autobuses van completos. Tras intentar durante más de una hora hacer autostop, decidimos subirnos a la primera furgoneta que vaya en nuestra dirección y así tratar de enlazar medios de transporte hasta nuestro ansiado destino. Dicho y hecho, subimos a una furgoneta cargada de mujeres donde les explicamos nuestro plan. -¿y si no consiguen llegar, dónde dormirán?, nos preguntan. – Acampando en la playa, les decimos. Nos desaconsejan dormir en la playa porque no lo ven muy seguro. Una mujer de la fila de atrás, Aleidi, que desde el principio nos da muy buenas sensaciones, nos dice que si no tenemos problema nos dejará un sitio donde acampar en su casa.

Nos bajamos con ella y vamos subiendo la cuesta que separa el pueblo de La Ciénaga de su casita, ubicada en lo alto de la colina, lo que a todas luces parece una favela. La gente nos sonríe al pasar, los niños corren descalzos entre casitas de techo de chapa y animales sueltos hasta llegar a su casa. Nos prepara un zumo fresco de tamarindo a la vez que empieza a preparar la cena para sus hijos, otros niños que no son sus hijos y nosotros. Como hemos visto en África a menudo, muchos niños que no son hijos ni familiares cercanos comen en las casas de los que tienen algunos medios. También vemos que Aleidi dispone de sofá en el salón, recubierto de su plástico protector transparente, algo muy común también en África en aquellas familias que han visto mejorar su economía rápidamente. El sofá se enseña pero no se usa, quién si no se tumbaría sobre un plástico a más de 30 grados. Un chico en moto cargado con cántaras en la parrilla trasera va repartiendo el agua por las casas distribuidas por las colinas, al no disponer nadie del vecindario de agua de red. Los hijos de Aleidi nos llevan a conocer su barrio, donde algunas familias se están construyendo sus casas con maderas y piedras de forma muy humilde: sin duda una República Dominicana muy diferente a la del todo incluido.

Al atardecer cenamos todos juntos el “guineo sancochado”, plátanos verdes cocidos con un sofrito de cebolla, tomate, pimiento y salchicha, sentados en el suelo con las vistas de la costa de fondo. El marido de Aleidi emigró a Madrid hace varios años y está esperando obtener la residencia para traerse a su familia allí. Le conocemos por videollamada en un breve descanso en el restaurante del barrio de Salamanca donde realiza jornadas maratonianas. Le pedimos permiso para llevarnos a sus hijos de excursión al día siguiente, ya que no conocen el Balneario La Plaza, unas pozas de agua cristalina, relativamente cerca de donde viven. Quedamos con los niños a las 7 de la mañana. A las 6 y media ya nos están esperando a que recojamos la tienda de campaña y nos confiesan que apenas han dormido de la excitación de esta excursión a este lugar del que han oído hablar tanto pero al que nadie los ha llevado. Tirando de mapa vamos sorteando trochas de ganado hasta alcanzar el cauce del río y chapoteando entre piedra y piedra llegamos a las pozas. Los niños no conocían un agua tan fría, para nosotros no dejaría de ser un agua templada tropical, pero ellos al cabo de un cuarto de hora se retiemblan de frío. Realizamos el regreso entre el humo de la línea de deforestación para la ganadería. Esta práctica está prohibida en el país pero vamos siendo conscientes de numerosos fuegos que de manera ilegal están acabando con los últimos trozos de bosque virgen de esta parte de la isla.

Con la familia de Aleidi en La Ciénaga
Balneario La Plaza, La Ciénaga
Colibrí libando en el árbol de moringa de casa de Aleidi, La Ciénaga

Despidiéndonos de esta generosísima familia, buen ejemplo de la contraparte de la emigración dominicana, volvemos a la carretera al noble oficio del autoestopista. Unos turistas franceses y varios vehículos más nos van acercando a trompicones con paradas en Paraíso y Los Patos hasta el último control policial en Enriquillo. La cercanía de Pedernales con Haití, un estado fallido sumido en la peligrosidad más absoluta, -en 2023 de los países más peligrosos del mundo- ha hecho que los haitianos tengan que buscar oportunidades en otros lugares, casi siempre no en la base, sino en las cloacas de la pirámide ocupacional. Así lo vimos en Chile y así lo vemos en República Dominicana.  Los propios policías que evitan o regulan la inmigración haitiana serán los que nos ayuden a parar un vehículo que nos facilite el último trayecto hasta Pedernales.

Vistas de Los Patos, camino de Pedernales
Camino de Pedernales

Cerca de Pedernales se encuentra la salvaje Bahía de las Águilas, una de las playas más fabulosas del Caribe: al color blanco de la arena y azul turquesa de sus aguas hay que añadir la ausencia de edificaciones y de turismo de masas, que hacen que reciba cada año a poblaciones tremendas de tortugas marinas a desovar. A pesar de la gran cantidad de playas que visitaremos en las próximas semanas, la Bahía de las Águilas ocupa sin duda el calificativo tope gama en playas caribeñas. Es por esta razón que para mucha gente sea un auténtico drama que se haya aprobado la construcción de 15 mega-hoteles con pista de aterrizaje en los alrededores de esta playa, que espera revitalice la economía de la región. El binomio ecología y economía es difícil de sostener, no hay más que fijarse en nuestra costa mediterránea.

Playa de Bahía de las Águilas
Bahía de las Águilas, una playa salvaje impresionante en República Dominicana
Bahía de Las Águilas
Iguana en la Bahía de las Águilas

Desde Pedernales retrocedemos a Santo Domingo en autobús. Ya sea ayudando a subir una moto averiada sobre los asientos, acompañando a una mujer que le da un ataque de ansiedad a un puesto de salud, con la oración antes del viaje de los evangélicos, charlando con los conductores y pasajeros es fácil comprender la idiosincrasia de este país, donde los entresijos amorosos son pieza fundamental. Un militar nos cuenta quejicoso que apenas le llega con su pensión para pagar la pensión de los hijos que hizo con distintas mujeres allí donde fue destinado, además de los suyos legítimos. – Solo fue una noche y me toca pagar por ella media vida. El conductor no va mejor parado con 17 hijos de distintas mujeres. Mientras sortea vehículos asegura al resto del pasaje del bus que tendría que estar penado estar con la misma mujer más de 6 meses, mientras todos nos reímos. – Aquí vivimos la vida con sabor, nos confiesa otra compañera de viaje. – Como el sancocho, le contesto.

Tras decidir si sí o si no, le damos una oportunidad a Punta Cana, una oportunidad que durará una hora y media. El turismo de masas más bestial y los sargazos, esas algas ocultadas por la industria hotelera y que pueden acabar machacando esos destinos vendidos como paradisíacos no nos conquistan. Volvemos sobre nuestros pasos hasta Bayahibe, donde acamparemos un par de días en la costa entre chapuzones en la playa y en el cenote de Padre Nuestro, un lugar sagrado para los taínos por ser de agua dulce. A pesar de ser parque nacional y un lugar muy turístico y no estar permitida la acampada, los propios guardas del parque nacional no ponen pegas a que acampemos con ellos y, de hecho, se ofrecen a traernos la cena del pueblo vecino y a prepararnos el desayuno antes de desearnos un buen viaje.  Desde Bayahibe regresamos a Santo Domingo, donde nos quedaremos un par de días callejeando, ahora sí, por su casco histórico, comprendiendo las primeras décadas de la conquista española y reponiendo energías.

Playa de Bayahibe
Cenote de Padre Nuestro, Bayahibe
Hospital San Nicolás de Bari, Santo Domingo, primer hospital de América
En la casa de Colón, Santo Domingo
Último atardecer dominicano

República Dominicana nos ha parecido un país con mucho sabor y un destino que todavía alberga posibilidades para salirse de las rutas más transitadas. ¡A ver qué sensación nos deja nuestra siguiente aventura en la que recorreremos unas cuantas islas de las Antillas Menores!

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