No habíamos vuelto a África desde 2019, cuando terminamos nuestra travesía desde Sudáfrica hasta Asia Central. Esa espera estuvo condicionada en gran medida por el miedo a que regresar arase el cuidado jardín de nuestros recuerdos. No somos los únicos viajeros que tras haberse impregnado de África, y esto implica una gran dosis de experiencias vitales únicas -positivas y también negativas- hayan decidido retrasar o posponer al nunca ese regreso.
¿Qué puede ir mal en un país cuyo eslogan alardea de ser la costa sonriente de África? Un país pequeño, muy pequeño, el más pequeño de África continental, pequeño porque se diseñó en base a la leyenda de que una bala de cañón disparada desde Senegal, antigua colonia francesa, no golpease a los intereses ingleses que circulaban por el río Gambia. Mirando el mapa de Gambia, puede parecer un pequeño trozo de intestino que se adentra tierra adentro, rodeado por tierra de Senegal, con fronteras redondeadas siguiendo de forma constante y hasta cansina las riberas del río, con esas líneas curvas que tan poco abundan en la división colonial africana.
Llegamos a Gambia en un vuelo cargado de expatriados gambianos que salieron de su país en un viaje mucho más largo y peligroso que el de su vuelta. Por la acogida de sus familiares: los llantos y chillos y las miradas desde la cabeza hasta los pies y de vuelta hasta la cabeza nos imaginamos que por lo menos no habían vuelto en 10 años, el mínimo que estos expatriados tienen que cumplir para poder conseguir un pasaporte europeo, cifra mayor que para otras nacionalidades no subsaharianas. La noche hace tiempo que conquistó Gambia y nos dirigimos a un hotelito relativamente cerca del aeropuerto. El olor dulzón a plástico quemado nos traslada a Kampala, espera, quizá a Jartum, o a Maputo, Dar-Es-Salam o Nairobi. Algún fogón de carbón vegetal al borde de la carretera tintinea como ya lo hacen nuestros ojos en un éxtasis de recuerdos y sensaciones. Hasta nos alegramos al comprobar que la electricidad del hotel no funciona, el agua no corre, la mosquitera de la cama sirve de velo, al quedarse literalmente a un metro de rozar el colchón, permitiendo la entrada no de mosquitos sino de hasta gansos a nuestra cama. En esos momentos, tumbados en el catre, ya podemos decir, por fin estamos en África.
A la mañana siguiente nos dirigimos a la pequeña Banjul, la capital del país, ubicada en la orilla sur del río Gambia. Los mercados ajetreados y el cantar para la oración de las mezquitas nos envuelven mientras nos dirigimos al puerto. Compramos un billete para atravesar el río mientras esperamos el tiempo indeterminado que le cuesta al barco completar esta corta travesía. Multitud de vendedores ambulantes venden baratijas chinas. Es periodo de Ramadán y los vendedores de comida y de agua evitan tentar al pasaje, que espera bajo el inclemente sol para un mayor sacrificio. Los cascos de varios barcos hundidos sobresalen oxidados de un río teñido de barro. Además, varios bloques de hormigón complican la entrada y salida de los barcos. Un poco más lejos, un barco fondeado con una gran bandera turca y del que salen cables de alta tensión nos ayudan a entender un poco mejor este país. Ese barco, previsto para situaciones de emergencia, es la central de generación de electricidad que abastece a buena parte del estado y esos barcos hundidos más allá nos recuerdan que Gambia fue un importante puerto de esclavos. Entre tanto, un hombre quita la cadena de la puerta metálica que nos separa del barco y la multitud se abalanza hacia el ferry entre forcejeos. Cuando llegamos a la cubierta nos damos cuenta de que los forcejeos apenas sirven para lograr un pequeño trozo de cubierta donde estar de pie. Cuando el ferry parte es evidente de que el motor está “constipado” y apenas tiene fuerza para vencer a la corriente. Otro barco se dirige en dirección hacia nosotros, despacio, pero hacia nosotros. La gente lo mira como el que mira el hielo en un vaso. – Bea, nos vamos a estampar. -¿Qué hacemos? -¿Ves a alguien preocupado? Unos segundos después nos estampamos. El sonido metálico de los cascos de hierro remachados suena como el sonido que hacen las ballenas en los documentales. Los barcos se mantienen unidos, pegados, mientras el capitán “desconstipa” al motor para intentar partir hacia la otra orilla. El chico que va a mi lado me cuenta que se marcha a Senegal en busca de oportunidades, -en Gambia no las hay, asegura, mientras mira hacia el barco que tenemos literalmente pegado al nuestro. Le cuento la ruta que tenemos pensada para recorrer su país y sonríe como queriendo decir qué se os ha perdido yendo hacia allí. En la orilla de enfrente varios cayucos compiten con el ferry en cazar pasajeros para el viaje opuesto. Varias personas se dedican a llevar a la gente a hombros para evitar mojarse la ropa en unos barcos que esperan fuera del puerto saturados de gente.


Finalmente salimos del ferry en el puerto de Barra y nos toca esperar a que se llene el taxi compartido, en Gambia llamados “gele gele”. Nuestro objetivo es llegar a los círculos de Wassu, a apenas 200km de donde estamos, una distancia de por sí muy optimista de recorrer en un día en África Occidental. La temperatura fresca que había en Banjul sube a dentelladas conforme avanzamos hacia el Este. La carretera, bien pavimentada, nos permite galopar entre baobabs, esos árboles que tanto queremos; muchos de ellos creciendo en grupos, como si fuesen clanes separados por territorio abrasado. Bajo alguno de estos grupos de baobabs las casas de adobe florecen en forma de poblados, en lugares inimaginables para la vida humana, donde el color verde es una quimera y la esperanza de un progreso temprano un imposible.
Finalmente llegamos a Wassu, un pequeño pueblo estructurado a los lados de la carretera. No muy lejos del lugar un cartel oxidado señala el nombre del que es uno de los conjuntos megalíticos más importantes del continente. Entramos por un camino polvoriento, mochila al hombro, hasta el perímetro del lugar arqueológico. El lugar lo controlan tres personas que nos ofrecen sus sillas en las que descansan a la sombra. Nos imaginamos que son pocos los visitantes que vienen aquí y menos los que lleguen a pie. Nos sentamos en el suelo mientras recuperamos el aliento antes de ver estos magníficos cromledge, siete en total, que se erigen con un significado incierto en la llanura gambiana. Los menhires, de hasta tres metros de altura sobre el terreno, son imponentes. La orientación este-oeste de algunas de las estructuras nos recuerdan el magnetismo del amanecer y atardecer, ese que bajo el yugo de la rutina pronto olvidamos.


Retrocedemos camino para buscar un lugar donde pasar la noche. Lamentamos no llevar la tienda de campaña como en otras ocasiones. Gambia es un país ideal para recorrerlo acampando pero la pandemia ha impuesto tarifas locas por facturar la mochila y desconocíamos que la tienda de campaña se puede llevar en el equipaje de mano -según nos aseguran los propios controladores de los rayos X en el aeropuerto cuando les preguntamos. – Para la próxima será, pensamos. Entre tanto, conocemos a Mohammed, quien en un perfecto español nos recibe en su casa. Emigró a España y regresó a su país para montar un hotel. Tras charlar un rato con él, nos dice que nosotros pongamos el precio que queremos pagar. – Me trataron muy bien en su país y es mi obligación hacerlo con vosotros. Un precioso detalle que valoramos un montón. Una vez caída la noche y abierta la veda musulmana cenamos juntos bajo un cielo estrellado.
A la mañana siguiente salimos a recorrer los arrozales que el regadío hace posibles en este desierto. Es el tiempo de trasplantar el arroz desde los viveros artesanales protegidos por mosquiteras -otro de los muchos usos de estos artilugios- y la gente trabaja encorvada, con los pies desnudos en el lodazal blando sobre el que crece caprichoso este cereal. Es Ramadán y como tal no está permitido beber agua desde que amanece hasta que anochece. Vemos a más de uno enjuagarse la boca con el agua del arrozal, escupiéndola pronto para evitar malos pensamientos o juicios de sus vecinos; una cosa es beber y otra muy diferente enjuagarse la boca. Las garzas blancas, las familias de babuinos en los alrededores y los baobabs de fondo completan la escena de este pueblo gambiano a las orillas del río Gambia. Continuamos la ruta hasta George Town, puerto importante en el río y que cruzamos en un cayuco. Será el punto más oriental que recorramos en el país. Desde George Town esperamos a que pase un “gele gele” que nos devuelva a la costa por la orilla opuesta a la ya recorrida. Esperamos bajo la sombra de un árbol en compañía de varios policías. Varios bancos de madera con demasiadas horas de uso sirven de control policial permanente. El ritual se repite. Cada vez que pasa un vehículo, uno de los tres se levanta rápidamente del banco alzando la mano como si el vehículo circulase sin ruedas. El conductor ocupa el papel del que le tocará pagar si quiere continuar la ruta. Entre los papeles del vehículo mete un billete, que el policía saca con delicadeza y se introduce en el bolsillo indicándole que continúe con cuidado. Así va pasando el rato sin que ningún vehículo con un mínimo espacio nos lleve. Filosofamos comentando que en Europa pagamos el peaje de las autopistas, mientras que en muchos países africanos pagan el peaje de las barrigas de los policías, uno de los pocos segmentos de la población con obesidad en el continente; ninguna broma, real como la vida misma. En el top de los peajes se encuentran las zonas poco turísticas de Tanzania y Kenia, donde los conductores hacen pelotitas con los billetes y en lugar de parar en los controles de la policía simplemente tiran la pelotita a los policías. Así no se levantan del banco ni interrumpen la marcha. Lo que viene siendo un telepeaje.





Son estos días costumbristas, sin objetivos de ver esto o aquello o de cenar en ese restaurante que recomiendan en no sé qué página, pero de a cambio hablar con gente -en general de los estratos más bajos-, en los que para el medio día te da la sensación de que formas parte del paisaje y los que distinguen un viaje de turismo de un viaje. El qué se cambia por el cómo y la incertidumbre en una certeza.
Por fin una furgoneta se ofrece a llevarnos parando un poco lejos de los policías, una cosa es parar y otra hacerlo en la boca del lobo. Pronto comprobamos que la carretera de la orilla sur se encuentra en mucho peor estado que la de la orilla norte. Multitud de pueblos muestran carteles variopintos de distintas agencias de cooperación y el resultado a largo plazo de sus proyectos. Antes pozos con instalaciones magníficas; ahora chatarra oxidada al sol. En pueblos de apenas 500 personas contamos hasta cinco pozos diferentes e inútiles ahora, instalaciones que funcionaban con energía solar o con bombas de mano y más allá con diésel. – Mira, ese pozo todavía funciona y de hecho riega ese huerto comunitario, decimos con alegría. De nuevo comentamos que el mayor negocio en África no es hacer proyectos, sino su mantenimiento. Según una estadística de la universidad de Bea y Fer, el 91.7% de los proyectos financiados por fondos internacionales fracasan en los dos años siguientes por falta de mantenimiento. Si hay voluntad de hacer el proyecto, – ¿por qué no se obliga a ofrecerlo con mantenimiento de 10 o 15 años? Nada nuevo, hacer como hacen muchos de los proyectos que financian los chinos. En ese caso por su propio interés. Si financian una carretera no quieren la foto de la carretera recién asfaltada, quieren poder usarla en los próximos 10-15 años sin necesidad de reventar su propia maquinaria. La furgoneta nos despide en el medio de la nada. Nuestro mapa nos indica que a apenas 6 km hacia el río se encuentra el puerto de Bintang Bolong. No da la sensación de que vaya a pasar alguien, así que decidimos caminar. El sol va cayendo y los colores blancuzcos del medio día van ganando en matices. Algún chaval nos adelanta con bicicletas destartaladas. Las chicharras bajan la intensidad de su matraca y el olor a hierba seca penetra en la piel. Los kilómetros van cayendo despacio mientras atravesamos algún pueblo. La gente nos sonríe a nuestro paso. El atardecer baña de naranja el ambiente relajando a la población en torno a las casas de adobe o bloques de cemento. Llevan todo el día sin probar bocado y sin beber y hay que optimizar las energías. Tras una hora larga llegamos al puerto, donde conseguimos una habitación bastante decente y hasta con ducha, la primera que nos daremos en este país.

A la mañana siguiente compartimos un rato con las mujeres que se dedican a recolectar ostras en los manglares del río Gambia, un río con agua algo salada y en el que incluso se notan las mareas. Tras recoger una multitud de cunachos de ostras las ponen a cocer usando madera. Un ineficiente hornillo basado en tres piedras en el suelo, con una inmensa olla cuya tapa cierran con una camisa vieja sirve cada día para esta tarea. Una vez cocidas las ostras usan un machete para abrirlas, sacar el bicho cocido y echarlo en un cunacho en el centro del círculo de mujeres. Después, cocidas pero no refrigeradas, viajarán en lo alto de una furgoneta hasta la capital, donde las venderán en el mercado. Comer ostras de estas en la capital y sobrevivir a una diarrea es una prueba de adaptación a este medio. Nuestro cometido es ayudar a estas mujeres a vaciar los cunachos de conchas vacías en un montón en la orilla del río. Un par de cabras, subidas en esta montaña de deshechos -la cabra siempre tira para el monte- se comen los restos que puedan quedar, pura economía circular.



Desde aquí continuamos ruta en “gele gele” hasta la costa atlántica. Recalamos en un hotelito en Sanyang. El compañero de la habitación de al lado es un cirujano catalán, que tras tantos viajes para operar a gente en Gambia, el propio ministro le concedió el pasaporte gambiano, que nos muestra para darle mayor credibilidad a su discurso. Tiene unos sesenta y muchos pero es un enamorado de África Occidental y pronto entablamos una interesante conversación. Él nos introduce a la aventura, parcialmente negocio, de bajar coches españoles a África Subsahariana. Lo ha hecho muchas veces incluso con coches de gama alta para los propios ministros, en esos casos metiendo el coche en un contenedor en Barcelona. – Si conseguís un coche por unos mil euros que más o menos funcione, lanzaros a ello. En siete días estáis en Gambia y en otros tantos más en Sierra Leona, donde ahora pagan más por ellos.
Usaremos ese hotel de base de operaciones para hacer excursiones por la costa sin la carga de las mochilas. Así llegamos a la misma frontera senegalesa de Casamance en Kartong. Hace 5 años estuvimos en el lado senegalés y ahora en el gambiano. Multitud de cayucos de pescadores senegaleses se afanan en vaciar el pescado que capturaron por la noche. La escena es fotográficamente perfecta y a nadie parece molestarle que saquemos algunas coloridas fotos. Desde allí vamos retrocediendo mitad caminando mitad en “gele gele” el camino hacia el hotel. La playa es inmensa y muy poco desarrollada. Según nos contó el catalán es posible construirse una casa tremenda con terreno y en primera línea de playa por unos 60-80.000 euros. Sin embargo, la playa se encuentra en una situación dantesca. A lo largo de unos 10 km que recorremos por ella a pie no hay un metro lineal de playa en el que no haya 5 o 10 peces muertos, en distintos estados de descomposición: peces globo, sardinas grandes, tiburones pequeños y hasta tortugas marinas. Además toneladas y toneladas de basura, botellas de plástico, trozos de redes, boyas, trozos de aparejos de pesca, nasas metálicas, trozos de barcos y un sinfín de elementos de difícil clasificación; en definitiva, un vertedero marino con mayúsculas. La procedencia de las botellas puede ser discutible, pero la de los elementos de pesca y la contaminación de las aguas que mata a los peces, no puede ser muy lejana. Preguntamos a la gente por la cantidad de pescado muerto en la orilla y dicen que quizá sea por los descartes del pescado de los pescadores. Bajo mi punto de vista no tiene mucho sentido, cuando vemos esos mismos peces en los mercados.





A nuestro regreso en Sanyang nos explican el porqué de los múltiples “lagos” cercanos al pueblo. -¿La arena? Pues sí, los chinos se la están llevando en cantidades ingentes y es que la arena es una de las materias primas más demandadas; ya sea para hacer cristal, para la electrónica o para los paneles solares. El hueco que deja la arena de la playa pronto se inunda de agua salada al haber bajado el nivel freático, convirtiendo la zona en marismas artificiales. -Los chinos también se llevan nuestros pescados, nos cuentan, más bien el aceite que obtienen de los mismos. Al día siguiente entendemos mejor esto que nos cuentan de los chinos cuando visitamos el espectacular mercado del pescado de Tanji, sin ninguna duda de los más coloridos y abarrotados del continente. La pequeña localidad de Tanji cada día recibe la llegada de un número enorme de cayucos, quizá 200 o quizá sean más, difícil de determinar. No existe puerto, ni malecón y por esa razón una multitud de gente se mete en el agua hasta el cuello para descargar el pescado en baldes de plástico de colores y llevarlos hasta a la orilla. Así las embarcaciones evitan el oleaje de la orilla y encallar en la arena. Aquí volvemos a ver cómo funciona el sector primario en Gambia y en casi todo el mundo. Los pescadores se machacan toda la jornada, jugándose el tipo para pescar tanto como puedan. Un inciso, nos llama la atención que casi todos los barcos y pescadores sean senegaleses y no gambianos y que tras la jornada de pesca les toque arrastrar el barco sobre troncos de palmeras hasta lo alto de la playa. Para ello entonan mantras y en golpes sincronizados, unos 20 o 30 hombres esculpidos por el trabajo duro, tiran del barco como si fuese de su propia vida. Es lo que implica no tener un puerto donde atracar. Antes de esta operación a su llegada a Tanji, una multitud se afana en ayudarles a cambio de pescado (en Tanji esa es la moneda). Muchos peces se caen en el trayecto a pie desde el barco a la orilla; peces que son rescatados por niños, ancianos y gaviotas. Los peces que consiguen llegar a la orilla los echan sobre la arena y se reparten a otras personas que a su vez cobran su comisión en forma de más peces para subirlos hasta el cercano mercado, ubicado a apenas 200 metros de este lugar. Para cuando el pescado llega al plato del que lo compra ya ha pasado por muchas manos y el pobre pescador ha alimentado con su trabajo a medio pueblo.
Durante el bureo del mercado conocemos a dos chicas de unos quince años, Fátima y una amiga, cuyo nombre no conseguimos recordar. Ellas nos meterán en todos los entresijos del mercado y en el secadero del pescado, donde trabaja una familiar suya en condiciones muy duras. También nos llevan a la fábrica china, hermética para los visitantes o curiosos y pegada al mercado de Tanji. Sus chimeneas vomitan humo negro y convierten buena parte del pescado gambiano en un aceite que venderán en China. Los gambianos a cambio se quedan sin peces y chupan el humo de la fábrica. Un trato perfecto para unos. Por la puerta entreabierta se ve a muchos chinos que viven en contenedores de obra. – Se traen hasta su propia comida de China nos cuenta Fátima. – No nos gusta esta gente, nos repiten una y otra vez los gambianos con los que hablamos.
Con la carga de experiencias vividas volvemos a nuestro hotelito de Sanyang y al puesto del mercado donde una mujer prepara unos bocadillos muy locales y muy ricos. Como relleno cocina las hojas de las calabazas con tomates y pescados y como toque un poco crujiente le añade una especie de falafel de alubias y una salsa picante.









Al día siguiente continuaremos por la costa hacia el norte hasta la playa de Senegambia, un Benidorm para ingleses y nórdicos, donde afloran hoteles de “vuelta y vuelta” de lujo, en el que es uno de los países más pobres del mundo. Es llamativo ver a familias enteras tirando de redes manuales para capturar tras mucho esfuerzo cuatro peces para la cena mientras otros, cubata en mano y desde la tumbona del hotelazo sacan fotos de los primeros.
Pasaremos otro día más en el entorno de la capital conociendo el mercado de telas y comida y el Lamin Lodge, un bonito restaurante, para nuestra sorpresa abandonado, en el manglar del río Gambia, que ahora custodia una familia de monos con poca hospitalidad. Allí habíamos quedado para cenar con Fátima, la chica gambiana que conocimos en Tanji. El dinero de la cena se lo cedemos para que celebre su cercano cumpleaños. Nos acompañará haciendo autostop al aeropuerto, desde donde esa noche tomaremos el vuelo de vuelta.
Gambia nos ha recordado lo mucho que nos gusta viajar por África, aunque muchas veces, sucios, sudados, mal comidos y cansados nos preguntemos el porqué. Quizá haga falta conocerlo para sentirlo como nosotros.
