Desde el extremo nororiental de Colombia en la Guajira volamos hasta el centro del país, rumbo a la región de Risaralda, en el eje cafetero colombiano. Los vuelos son baratos, ciertos, rápidos, asépticos y muy aburridos, pero en plena pandemia y paro nacional, con más de mil puntos con barricadas por todo el país resultan la mejor opción. Desde la ciudad de Pereira, especialmente brava en estas protestas, prueba de ello su centro histórico devastado y con varios muertos en sus calles, nos dirigimos a Filandia, pueblo célebre por sus coloridas calles y su excelente café. Este pueblo es un buen ejemplo de lo mucho que se puede conseguir con cuatro botes de pintura. No sé si traerán la felicidad, pero sí la alegría.


Comemos en un restaurante el menú del día por 1.5 euros por persona. ¿Cómo puede ser posible obtener un beneficio ofreciendo primer plato, segundo plato y zumo de frutas por este precio? Un caballero de la mesa de al lado inicia la conversación con nosotros y tras un rato de charla se ofrece a llevarnos en su vehículo a Salento, otro colorido pueblo del Eje Cafetero, mucho más turístico y concurrido que Filandia. Resulta llamativo que los vehículos que se usan para el transporte de pasajeros entre pueblos y en las veredas agrícolas sean Willys de los 60-70, que todavía funcionan a las mil maravillas. Al ver estos coches sonrío pensando en nuestro Opel Kadett del 88, todavía un chaval y con mucho por trotar.

En Salento conocemos el célebre valle de Cocora, famoso por la multitud de palmeras de cera, un tipo de palmera que alcanza alturas estratosféricas de hasta 70-80m y que en el pasado se utilizaba para obtener cera para velas. Hoy en día, estas palmeras iluminan la economía de este valle por el turismo y son el árbol nacional de Colombia. Sin embargo, la sostenibilidad de estos árboles está en serio peligro porque la ganadería de vacas a sus pies impiden la cobertura vegetal necesaria para que germinen nuevos ejemplares y, en su caso, se las comen si consiguen germinar. En este valle tendremos el primer contacto con una particularidad colombiana, casi todo el campo es privado y de pago. En muchos casos dependerá del buen olfato del propietario al comprar vastas extensiones de terreno por cuatro duros, pero con potencial turístico, para vivir holgadamente, sin hacer absolutamente nada más que cobrar un peaje a cada visitante que quiera entrar o simplemente atravesar su territorio, sin ofrecer en muchos casos ningún servicio adicional al turista. Casi siempre el peaje se encuentra entre 1.5 y 4 euros por persona y día, una cifra que no es despreciable considerando, por ejemplo, el precio de un menú del día (1.5-3 euros).



También en Salento visitamos una finca de café orgánico, cultivado a bastante altura y que, por esa razón, tiene unos toques cítricos que nos encantan. En la finca, un estudiante de economía nos hace de guía y nos cuenta los detalles del cultivo del café y de la escasa rentabilidad del mismo, motivo por el que muchas fincas de café se están reconvirtiendo en el maracuyá, los aguacates y el tomate, o si son buenos en el marketing, en la venta del café gourmet. El mercado del café en bruto, así como de la mayoría de los alimentos base, depende de cómo se levanten los brokers en Chicago, siendo los agricultores, aquellos que realmente lo producen, el eslabón más débil de la cadena; sin voz, pero despertando y activando a media humanidad cada día. Alguien dijo que la envidia y el café mueven a la humanidad. Las verdes laderas cafeteras de la región de Risaralda son entonces parte del motor del mundo.




Desde Salento hacemos una ruta por carretera tomando múltiples transportes públicos para conocer la verdadera extensión del café de esta región. Pasamos por Armenia, cabecera de la zona en la que nos sorprende la multitud de gente que malvive tirada en las calles fumando cocaína y esnifando pegamento. La lluvia que cae tiñe de gris los desconchados de los edificios dándole un aspecto todavía más decadente a esta ciudad. La dureza de la vida en la calle y el consumo de estas drogas transforman a estas personas en almas errantes por las ciudades, un fenómeno tristemente abundante en este país. Desde Armenia continuamos hasta el pueblo de Quimbaya, donde el verde oscuro de los cafetales tiñe el horizonte. Las amenazas de cortes inminentes de carreteras, en boca de todo el mundo, hacen que tomemos la decisión de regresar anticipadamente de vuelta a la ciudad de Pereira, donde las manifestaciones en las calles nos recuerdan que el país se encuentra ardiendo, ardiendo de furia por cambiar un sistema que deja muy pocas oportunidades para los jóvenes sin recursos. La firma de los tratados de paz en Cuba en 2016 con las principales guerrillas, aprobada internacionalmente, pero una pantomima sobre el terreno, la corrupción política generalizada, la violencia de docenas de grupos armados que campan a sus anchas allí donde no llega el Estado y la dureza policial (25 muertos y 75 desaparecidos, algunos de los cuales aparecerán decapitados o flotando en los ríos en las próximas semanas) justifican el hartazón de los jóvenes. Sin embargo, la ausencia de mascarillas y de distanciamiento en las manifestaciones nos hacen ver que, a partir de ahora, los muertos se contarán por miles, los hospitales se colapsarán y viajar por este país será mucho más comprometido. Estamos viviendo un momento histórico para Colombia y lo sabemos.


Muchas gracias por compartir estas experiencias tan maravillosas. Leer tus relatos siempre aporta una sonrisa y un gran aprendizaje. Un abrazo
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Nos alegra mucho que te haya gustado el relato! Prepárate para el último de la serie…
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